Alexánder Sánchez Mora

Contestación al discurso de ingreso

RESPUESTA AL DISCURSO DE INCORPORACIÓN

DE D. ALEXÁNDER SÁNCHEZ MORA

Albino Chacón

Los estudios que de manera sistemática ha estado desarrollando Alexánder Sánchez, y otros colegas suyos, como parte de su trabajo académico en la Universidad de Costa Rica, y las tesis que sobre temas y textos coloniales han emprendido sus estudiantes, nos hablan del creciente empuje que ha aflorado en el país, para conformar de manera sostenida un campo de estudios literarios sobre el período colonial costarricense. Esto es fundamental para conocer mejor un período del que hasta ahora estuvieron a cargo primordialmente los historiadores, pero muy ausente como campo de estudio en nuestras facultades y escuelas de letras. Hay que admitir que Costa Rica siempre ha mantenido relaciones complicadas en cuanto al reconocimiento de su pasado colonial, como si ese período no hubiera existido en su historia y el país hubiera nacido ya como una nación moderna, apenas en la segunda mitad del siglo xix, al cobijo de las ideas de la Ilustración. En la construcción de su pasado, nuestro país ha privilegiado el olvido, el borramiento, la tachadura, más que el recuerdo y la memoria.

Por eso, en mi respuesta al discurso de ingreso de don Alexánder Sánchez Mora, empiezo por mencionar algunos hechos contemporáneos, a manera de contextualización, en estas fechas en que celebramos el bicentenario de nuestra independencia. La más reciente acción de borramiento de nuestra historia, ocurrida apenas hace unos días, ha sido la demolición de las casas de estilo victoriano de Cuesta de Núñez sin que en la práctica —aparte de algunos lamentos— se hiciera algo para evitarlo. Eso sigue a otros hechos semejantes, como la demolición del antiguo y hermoso edificio de la Biblioteca Nacional, que terminó como espacio para un estacionamiento, o casas de indudable valor histórico en las ciudades de Heredia, Alajuela o Cartago, que también han terminado en escombros.

Esos hechos no son casos aislados. De manera más general, conocemos la manida aseveración que ha permeado todo nuestro sistema educativo y el imaginario de construcción nacional de que, contrario a muchos otros países latinoamericanos, la gran ventaja de Costa Rica es que no habría tenido que cargar con lo que se ha dado en llamar la herencia colonial, que sí habría caracterizado a otros países como México, Perú, Ecuador, Bolivia o, más cerca, Guatemala. Las dos citas con que el académico Sánchez Mora abre su disertación son una muestra fehaciente del papel que en la instauración de esa idea desempeñaron algunos de nuestros intelectuales más ponderados.

En efecto, aquellas palabras de Rogelio Sotela, de 1942, condensan la idea: «Literatura colonial no podemos ofrecer en un panorama de nuestra patria. Lo que se escribió en Costa Rica por aquel tiempo tiene sólo carácter epistolar y consta en desgarbada prosa administrativa» (Sotela, 1942: 3). Luego, con el peso académico que tenía, Abelardo Bonilla afirmaba lo que les acabo de mencionar en cuanto al borramiento del período colonial como parte constituyente de nuestra historia cultural. Sostuvo Bonilla de modo terminante: «No existió la poderosa raíz colonial en el nacimiento de nuestra literatura» (1981: 21). A partir de ello podemos sintetizar los que serían los cuatro mitos —o más bien ideologemas— constitutivos de la identidad histórica costarricense1:

  1. Más que conquistadores, en Costa Rica hubo colonos. Es el mito de «Costa Rica la blanca», que también se expresa en palabras del secretario de la Corte de Justicia Centroamericana Ernesto Martín, quien en 1912 afirmaba que «la raza especial que habita nuestros campos, de cuasi pura estirpe vasca y castellana en su más grande parte»2.

  2. A la llegada de los españoles, en Costa Rica casi no existía población indígena.

  3. La cuna de la nacionalidad costarricense fue el Valle Central, ahí donde se instalaron los españoles y sus descendientes.

  4. La sociedad colonial costarricense habría sido tan pobre que los colonos españoles debieron ponerse ellos mismos a trabajar la tierra para poder vivir. Esto habría propiciado la conformación de una sociedad homogénea, democrática, sin los desgarramientos étnicos y diferenciaciones sociales conocidas en otras regiones de América Latina.

Ese entramado ideológico marcó durante una centuria el imaginario nacional y determinó el trabajo académico y la reproducción de ideas hechas en nuestro sistema escolar y en general en nuestras instituciones. De ello no se libraron los programas de estudio ni las investigaciones en las facultades de letras, que conformaron a partir de ahí un canon historiográfico de lo literario que, consecuente con esa idea, habría nacido apenas en el cruce de los siglos xix y xx. Irse atrás no valía la pena; significaba caer en un terreno yermo, sin nada que ofrecer en lo correspondiente al territorio nacional, como lo ha señalado nuestro académico entrante.

Una de las raíces del problema consistía en pretender buscar textos que, paradójicamente, no podían hallarse, según los arquetipos que se tenía en mente sobre lo literario. ¿De qué podían hablar las gentes de la colonia?; ¿qué les estaba permitido y qué no?; ¿cuál era el orden del discurso en esa época?; ¿cuáles las condiciones a partir de las cuales podían escribir?; ¿quiénes podían hacerlo, para qué o para quién?; ¿bajo cuáles constricciones lo hacían? En fin, ¿qué escritura era posible? y, sobre todo: ¿cuál escritura expresaba sus condiciones de vida, sus deseos, sus preocupaciones, su goce? O dicho de una manera más moderna: ¿cómo ficcionalizaban su vida mediante la escritura y sus representaciones festivas los habitantes de la colonia?; ¿quiénes eran sus agentes escriturales?; ¿qué procesos de selección de temas y de procedimientos retóricos guiaban su escritura? Por cierto, se trata de una escritura, como lo ha mostrado Sánchez Mora en otros de sus escritos, fundamentalmente barroca, nada sencilla, llena de complejidad, de matices, de tonos y de intertextualidades. Para el análisis literario y discursivo, siempre hablamos de la importancia de tener presente el lugar de enunciación del sujeto que habla; pero debemos extenderlo también a la época de enunciación de una sociedad para no cometer errores de anacronismos conceptuales.

Como diría Yuri Lotman3, se trata de semiosferas particulares, espacios individuales o pertenecientes a distintos grupos sociales en un momento o período histórico determinado. Así, la actitud tiene que ser la de saber traducir —y utilizo el concepto de modo laxo— las prácticas de escritura o de comunicación de una época a cómo estas ocurren o pueden darse en otra época. Todo intento de relación comunicativa con otro momento histórico, a fin de entender este de una mejor manera, en rigor es una labor de traducción y de adaptación de nuestras categorías, de nuestros conceptos y de nuestros instrumentos de análisis. Por mala fortuna, no hacerlo es un muy habitual error.

A partir de estas consideraciones, podemos entender lo literario colonial como el conjunto de prácticas verbales que tienen por función imaginar, recrear, en su diversidad discursiva, sus mundos sociales, su conciencia, sus preocupaciones, sus fiestas, sus celebraciones, a las cuales reconocemos intenciones estéticas, didácticas, lúdicas, de relación con los poderes de la época, al mismo tiempo que impugnadoras o conservadoras4. ¿Y qué es eso sino literatura? Esto es, una textualidad mediante la que una sociedad presenta, describe, interpreta, comenta su presente y con la que busca dar forma, pensar y expresar sus formas de existencia, entre ellos mismos, con el medio en que les tocó vivir y que, al mismo tiempo, es también una forma de comunicación con el futuro, esto es, de creación de memoria. Es lo que encontramos en la textualidad colonial; de manera particular en lo que ahora respecta, en aquellos textos que son objeto de análisis de los trabajos de Alexánder Sánchez Mora y que, entre sus publicaciones, encontramos en su reciente La fiesta barroca en la periferia, sobre la relación de la fiesta de proclamación de Luis i en la ciudad de Cartago, de 1725, y en la Relación de Hermenegildo Bonilla sobre los acontecimientos celebratorios, con motivo de la proclamación de Fernando vii en Cartago, en 1809, sobre la cual ha girado su disertación de hoy.

Me he detenido a reflexionar sobre el estatus de los textos coloniales y la necesidad de que de ellos se ocupen no solo los historiadores como lo fue hasta hace un tiempo, sino también quienes desarrollan estudios en historiografía literaria. Sé que esa ha sido una preocupación, una reivindicación que reclama nuestro académico Sánchez Mora en sus escritos, sobre lo cual no debería haber dudas, ni a lo que habría que dedicarle más esfuerzos de convencimiento. El término literatura, objeto de mil caras y múltiples voces, ya reventó, lo que lo ha hecho —felizmente—indefinible, fuera de cualquier encasillamiento fijo, debido a su intrínseco carácter discursivamente híbrido, heterogéneo, plural, múltiple, «contaminado», características que encontramos en los diversos textos coloniales y que hacen de ellos textos barrocos, por su estrecha relación semiótica con otras manifestaciones performativas.

Dos o tres aspectos podemos derivar de los temas hoy tratados y dejarlos señalados para futuras discusiones. Tanto la Relación de la fiesta de proclamación de Luis i, de 1725, como el texto sobre la proclamación de Fernando vii, de 1809, 84 años después del primero, en los albores de las luchas independentistas americanas, nos muestran un aspecto significativo: la mentalidad, las ideas o, mejor dicho, la doxa imperante en el período colonial de la provincia de Costa Rica y que queda muy clara en la frase del sermón de fray Manuel de Horta: «Cuando digo españoles no quiero decir los que somos europeos, sino todos los que somos vasallos de nuestro amado Rey». Además de la lectura que de esas palabras hace Sánchez Mora en su exposición, esa afirmación expresa una constatación política: en lo que corresponde a la provincia de Costa Rica, la fidelidad, la lealtad, la obediencia, el reconocimiento de las autoridades políticas y religiosas y del grueso de la gente era directamente hacia la corona española, y no era ni pasaba por una alejada capitanía general con sede en Guatemala. El sermón de Horta muestra que la literatura colonial obedece al espíritu de la época: la honda raigambre católica y el respeto profundo a la monarquía eran los sentimientos predominantes en todas las clases sociales en la entonces provincia de Costa Rica.

Las ocasiones en que los ingenios lucían sus galas literarias eran ante la muerte de un monarca, el nacimiento de un infante en la Casa Real, la exaltación y jura de un nuevo rey, el solemne recibimiento del sello de un nuevo gobernante o las honras fúnebres a algún arzobispo. Tales ocasiones daban pie a una fiesta de la escritura, a un cuidadoso esfuerzo retórico y de elocuencia que rebasaba la descripción de un acontecimiento. No hubo en nuestra provincia una capa criolla vigorosa que expresase animadversión alguna hacia la Corona o que albergara ideales de independencia. Esta ausencia, más la estrecha relación entre autoridades políticas locales y la iglesia católica, dejó campo libre a una lealtad a toda prueba a España y a su Corona, lo que explica el rechazo inicial a acoger y llevar adelante el proceso independentista. que culminó con no deseada sorpresa. En sentido estricto, luego de 1821 y durante varios años del siglo xix, Costa Rica continuó como sociedad profundamente colonial. El año1821 no fue una fecha mágica para la fundación de la Costa Rica republicana.

En relación con lo dicho, no existían fuertes lazos de identidad hacia la valoración y consolidación de un espacio local propio, diferente a lo que se manifiesta en las letras guatemaltecas, con obras como la Recordación florida (1690), de Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán, cuyo título completo es Recordación florida: discurso historial y demostración natural, material y política del reyno de Guatemala, o la Rusticatio mexicana (1782), de Rafael Landívar, un canto de reivindicación autóctona a la naturaleza americana, a la tierra guatemalteca, a sus habitantes, lugares, naturaleza y productos, para mencionar solo dos obras fundamentales, fundadoras ambas de una guatemaltequidad, con las constricciones que ello pudiera tener, dados los avatares e incertitudes de la época. No se pierda de vista que en esa época todos los centroamericanos eran guatemaltecos; por tanto, lo que se producía en esas tierras, en Honduras, El Salvador o Nicaragua era también nuestra literatura centroamericana. Las divisiones vendrían después, … y hasta el día de hoy.

Al margen de que en la provincia de Costa Rica no se produjeron obras de ese calibre, ni una textualidad indígena colonial, a diferencia de lo que ocurrió en Guatemala, encontramos una amalgama, una variedad, un conjunto variopinto de textos que, sin duda, van a requerir una atención detallada de parte de los estudiosos. Un ejemplo: además de las relaciones de fiestas y de los sermones, como el mencionado por Sánchez Mora hoy, solo en el campo discursivo religioso tenemos, en el ámbito centroamericano, textos de carácter didáctico o de catequesis, textos hagiográficos y de vidas ejemplares, textos religiosos cortesanos, panegíricos y elogios fúnebres, textos filológicos de finalidad evangelizadora, textos de reflexión teológica y filosófica, historias y tratados de administración eclesiástica, así como diversos escritos en lenguas indígenas en que se vertían textos bíblicos. Y solo me refiero a lo que podríamos tomar como «serie colonial religiosa centroamericana» que, por lo demás, se imbrica, influye y está influida por características de otras series discursivas. Menuda tarea les queda a los estudiosos que trabajan sobre las letras de este período y la necesaria articulación que debe darse con colegas que en otras universidades y academias de la región también se ocupan de la producción colonial centroamericana.

A mi entender, tal es el norte de un amplio programa académico que ha llevado adelante Alexánder Sánchez Mora, con el que se está suscitando, junto con el trabajo de otros colegas —conviene tenerlo en mente— una renovación en el país del campo de los estudios coloniales desde una perspectiva literaria y de análisis de discurso. La herencia colonial de Costa Rica, en sus alcances culturales y políticos y su influencia en lo que hoy somos y nos constituye, va quedando más a la luz en este bicentenario de la república gracias a esos recientes estudios.

Don Alexánder, ya usted ha dado muestras fehacientes de un trabajo académico, investigativo y de publicaciones innovadoras, de indudable valor en el ámbito de nuestras letras coloniales. Es un espacio de estudios que nuestra Academia Costarricense de la Lengua reconoce como primordial para una mejor comprensión y conocimiento de la historia literaria y cultural de Costa Rica. Por todo ello, le damos nuestro recibimiento con la más cordial bienvenida como nuevo miembro de número de nuestra corporación.


  1. Cfr. a este respecto mi artículo «La etnicidad negra e indígena y los mitos de la nacionalidad costarricense», en Kipus, Revista Andina de Letras (Quito, Ecuador), 11 (2000).↩︎

  2. Ernesto Martín, «La democracia en Costa Rica». El Foro, 15 de febrero de 1912, p. 331.↩︎

  3. Concepto ampliamente desarrollado por Lotman en su tratado La semiosfera. Semiótica de la cultura y del texto (Madrid: Cátedra, 1996).↩︎

  4. Cfr. Literatura colonial de América Central (informe final de investigación), equipo de investigación integrado por Magda Zavala, Seidy Araya y Albino Chacón. Inédito: Universidad Nacional, 2000, pág. 18.↩︎