Flora Ovares Ramírez

Discurso de ingreso

Descifradores de patrañas: un elogio de la lectura

 

Flora Ovares Ramírez

 

Discurso de ingreso en Academia Costarricense de la Lengua

(leído el 11 de marzo de 2008, en el Centro Cultural de México,

de San José de Costa Rica)

 

 

Hay que entrar en la lengua materna como en un mundo maravilloso, en una región de encantamiento. Con esta afirmación, Carmen Lyra y Carlos Luis Sáenz reclamaban una educación basada en elementos artísticos, que maduraran en el joven tanto los aspectos mentales como los emocionales. La lengua la deben presentar los creadores ’decían’, y la gramática se debe aprender «como comprensión del sentido que ella tiene dentro del estudio de lógica viva, más que de reglas». Y agregaban que la literatura y la gramática desarrollan el pensamiento, lo que se traduce en actividad innovadora, en acción sobre el mundo[1]. Poetas y escritores ellos mismos, conocían el poder formador de las letras, receptáculo de los valores culturales, estéticos y éticos y, a la vez, reto para las estructuras cognitivas del lector.

Estas propuestas, bosquejadas en 1922 en una efímera revista llamada Sparti, contrastan con la tendencia actual al empobrecimiento de los contenidos literarios en la enseñanza, debida en buena medida a la ignorancia del papel de la lectura en los procesos de maduración mental.

Existe aún en nuestro país la inclinación a pensar que las humanidades no tienen una finalidad práctica, que son simples adornos llamados a acompañar una formación técnica o centrada en las ciencias. Se olvida que el contacto con la literatura y el estudio de la gramática apoyan el desarrollo de las capacidades críticas y de observación y colaboran efectivamente en la estructuración de la personalidad. «Los libros no hacen que otra persona piense en nuestro lugar; por el contrario, son máquinas que producen nuevos pensamientos» dice Umberto Eco, a propósito de la biblioteca alejandrina. Y agrega: «Desafío y perfección de la memoria son los libros, que nunca la narcotizan» [2].

En lo que respecta a la enseñanza, a la situación mencionada se suma la simplificación de contenidos y enfoques, los análisis centrados en detalles despegados del sentido del texto y, frecuentemente, la escogencia de obras de escaso valor literario[3]. Muchas veces se olvida que el objeto de la materia escolar son los propios libros y que la literatura es un intento de comprensión de la condición humana, no una excusa para ilustrar teorías. Más de uno de nosotros debe unirse al acto de contrición de Todorov, cuando reconoce que leer sirve para reflexionar sobre el individuo y la sociedad, el amor y el odio, la alegría o la desesperación más que para discutir sobre nociones críticas, tradicionales y modernas[4]. Dichos conocimientos los debe manejar el especialista, el profesor, pero su arte consiste en ponerlos al servicio de la lectura como experiencia placentera y conmovedora.

Algunas voces lúcidas recogen la herencia de aquellos discípulos de Omar Dengo; al enlazarla con los avances de la tecnología, llaman la atención sobre el papel formador del arte y las letras como centro de los planes de la enseñanza escolar. Sin embargo, muchas veces estos esfuerzos quedan aislados, ante la inercia y la propensión a mantener lo conocido y lo fácil, tendencia que elimina todo aquello que rete al estudiante y despierte el interés por el análisis y la observación. Se le impide así enfrentarse al mundo heterogéneo y complejo y se lo reafirma en una concepción simplista de la realidad. En una palabra, se le amarra a la conformidad y, como diría García Márquez, se ahogan «en su corazón las semillas de la rebeldía».

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¿Cuáles son algunos de los rasgos que explican el potencial liberador de la literatura y el arte? Realidad cultural viva y en permanente cambio, la literatura lleva en su seno múltiples fuerzas contradictorias. En el mundo que se abre ante nosotros al leer, se trenzan, en continúa y armónica tensión, los más diferentes puntos de vista, los narradores con las visiones más incompatibles, los planos más diversos.

Nada se afirma ni se niega definitivamente. Así, en sus Episodios Nacionales, al tiempo que destaca el hecho bélico, Pérez Galdós lo desacraliza y hace que sus personajes entierren simbólicamente la gloria militar y se horroricen de ella. Y pese a las cuestionables opiniones que expresan algunos de sus héroes con respecto a la mujer, el entrelazamiento en la trama novelesca de las esferas privada y pública logra una perspectiva que reafirma las voces amorosas y «femeninas» que abogan por el amor y los valores de la paz y la tolerancia[5].

¿Y no participan de la ambigüedad literaria los narradores costarricenses de la Generación del Olimpo, en cuyas páginas se percibe constantemente el llamado del terruño y la atracción cosmopolita? Por un lado, la descripción costumbrista, por otro, la sensualidad modernista; aquí el mundo cerrado del idilio campesino, allá la tentación y el lujo de París. O recordemos aquel verso de Pablo Antonio Cuadra dedicado a la Virgen María: «lo revistió de tacto la castidad de un seno/ que nunca fue igualado por línea de mujer»; pese a su intención religiosa, esconde ritmos sensuales y modernistas que apuntan a la «Canción de la vida profunda» de Porfirio Barba Jacob.

Así, la coexistencia y la lucha, en todo momento histórico, de diferentes géneros, tendencias, modelos y lenguas literarias construyen en la obra un todo lleno de movimiento. Además, la complejidad del texto literario, su virtud de albergar diversos niveles de información, de procesos, lenguajes y enfoques distintos, apoya los procesos de abstracción en la mente del lector. Al leer debemos desplazar la atención desde los detalles mínimos de la estructura de la obra a la totalidad de ésta y al contexto cultural. De esta manera surge en nosotros una idea de conjunto y se afirma en la mente una noción de causalidad múltiple y compleja. Los procesos intelectuales del análisis, la observación y la síntesis se estimulan así sin que el lector se percate de ello.

En todo caso, quien lee se enfrenta a un mundo heterogéneo cuyo contacto le sirve para superar una concepción simplista de la realidad y le enseña a conocer el origen, el significado y las circunstancias de las prácticas humanas. El proceso de lectura, desafío interpretativo y cognitivo, involucra al lector como sujeto activo. Exige una actitud que supera la recepción pasiva, propia de otras formas de comunicación, en favor de una participación activa, que supone una acomodación dinámica de las estructuras mentales. De esta manera, cuando leemos nos apartamos de la respuesta mecánica a la que nos ha acostumbrado la sociedad contemporánea.

En síntesis, la lectura y el conocimiento de la lengua favorecen el pensamiento y brindan el acceso a la comunicación, elementos fundamentales para la participación efectiva en el crecimiento y el perfeccionamiento de la sociedad. No en vano Fernando Lázaro Carreter recuerda el carácter democratizador de la enseñanza de la lengua cuando afirma: «Es una actitud casi suicida de la sociedad el renunciar a un idioma mejor. Someter a la población a una pobreza expresiva enorme supone separar a las personas para que nunca asciendan en la escala social»[6]. Comprendemos entonces que tal vez no sea tan inocente el alejamiento de los alumnos del mundo de la literatura.

 

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Pero existe algo tal más importante relacionado con la complejidad y el dinamismo del texto literario: estas condiciones generan múltiples perspectivas ante un mismo hecho, alejan de la respuesta única, reductora, del mundo plano, en blanco y negro. Don Quijote considera simple a Sancho y el mismo narrador emite juicios divertidos respecto al escudero pero el desarrollo de la acción ofrece una tercera mirada sobre ambos personajes que frecuentemente contradice lo dicho por el narrador y por el Caballero.

Así se establece, en todos los estratos de la obra, un juego entre las perspectivas lo que a la vez hace posibles las múltiples interpretaciones. ¿Cuál tiempo es más verdadero: el de Sancho que aguarda a su amo unas horas a la entrada de la cueva de Montesinos o los días que pasa dentro de ella don Quijote enfrentado a los fantasmas de sus sueños? Incluso una palabra, baciyelmo, por ejemplo, resume lo que sucede a lo largo de la novela: la coexistencia de dos o más visiones sobre un mismo objeto o un mismo personaje.

Esta diversidad del texto es, en esencia, liberadora. En una sociedad dividida en sectores e intereses antagónicos cada vez más alejados del diálogo, la obra literaria enseña que no existen respuestas únicas ni verdades absolutas y, al hacerlo, recoge en su esencia los valores de la pluralidad y el respeto.

 

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Por otro lado, el encuentro con las letras ofrece un aporte indudable a la consolidación histórica de la identidad lingüística y la idiosincrasia nacional e hispanoamericana. De Unamuno recordamos la frase de elogio a Repertorio Americano, porque la empresa de García Monge se sustentaba en la idea de que «la lengua une más que el territorio»[7]. Efectivamente, en esa revista, ensayistas como Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes defienden el patrimonio común, el acervo de tradiciones, creencias y actitudes que la lengua y la literatura llevan consigo.

Al mismo tiempo, el conocimiento de las diversas culturas propiciado por la lectura fortalece la pluralidad como un valor central de la vida de los pueblos mientras reafirma la conciencia de la propia identidad. De esta manera, el disfrute de los valores estéticos y éticos en las obras maestras de la literatura en otras lenguas lleva a la profundización y el enriquecimiento de los propios valores culturales.

Porque, al igual que sucede en un plano individual, los pueblos sólo pueden adquirir la conciencia de la propia identidad si se enfrentan al Otro. Las risueñas montañas que nos separan de las distintas naciones pueden llegar a encerrarnos y asfixiarnos. Y, en el otro extremo, la avalancha cultural provocada por el auge de las comunicaciones y la caída de las barreras económicas lleva cada día a la asimilación de los aspectos menos favorables de otras civilizaciones. Lo anterior vuelve más importante aún el contacto, propiciado por el arte y la literatura, con los valores éticos y estéticos de todas las culturas, lo que realmente merece ser apreciado en ellos.

 

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Más allá de los asuntos de la identidad colectiva, interesa destacar la importancia del libro en la construcción de una identidad individual. El contacto frecuente con la literatura fortalece las dimensiones éticas y sociales del individuo porque defiende generalmente valores profundos de gran relevancia: el amor, la amistad, la solidaridad. Ante el abrumador poder de la palabra y la falsedad en manos de los poderosos, el arte y la literatura subsisten como ámbito de las verdades profundas. Ante las «verdades que mienten» de los medios de comunicación, nos brinda el refugio de las «mentiras verdaderas», engarzadas a lo mejor del ser humano.

Pero para eso las historias leídas u oídas deben superar el simplismo de lo «correcto»: esos textos llenos de eufemismos, en los que los héroes y heroínas marginados y sufridos triunfan finalmente por su sola voluntad. Y es que, desgraciadamente, el último subterfugio de los que ignoran el poder liberador de la literatura es ofrecer versiones edulcoradas, censuradas y resumidas de los cuentos infantiles, de las que se han borrado, entre otras cosas, las rivalidades entre hermanos, el miedo del protagonista y el castigo a los malos.

Esta actitud negadora, que se sufre en las ediciones de los cuentos para niños, continúa en el colegio y se ha objetado así las aventuras de Marcos Ramírez, héroe de conducta poco ejemplar; se ha cuestionado El emperador Tertuliano y la región de los superlimpios, de Rodolfo Arias, porque tiene muchas malas palabras y hasta se ha llevado al banquillo de los acusados al propio Cocorí, de Joaquín Gutiérrez.

Muchos han advertido sobre las historias «seguras», de final feliz, que no mencionan la muerte, ni la vejez, la violencia o la maldad; que dibujan un mundo en el que el mal no existe, o viene siempre de afuera, olvidando que el mal está dentro de cada uno. Por el contrario, si la literatura puede curar el alma es porque encontramos en ella nuestras propias soluciones mediante la contemplación de aquello que en la historia parece aludir a nuestros conflictos internos[8].

Leer permite entonces poner orden en el caos, hace posible expresar, en figuras distintas, los sentimientos contradictorios que en la vida real se posee respecto a una misma persona. En los cuentos infantiles aprendíamos con el héroe perseguido y triunfante el logro de la sabiduría, la integración de la personalidad, el autogobierno. Sentíamos el alivio ante el miedo al abandono, creíamos en la posibilidad de restablecer el orden correcto de las cosas.

Por eso, Todorov, entre muchos otros, alienta el contacto con libros que la crítica profesional considera con condescendencia, tal vez con desprecio, desde Los tres mosqueteros hasta el actual Harry Potter. En sus palabras, «no sólo estas novelas populares han llevado a la lectura a millares de adolescentes sino que además les han permitido construirse una primera imagen coherente del mundo»[9].

Y como ese deseo de coherencia parece no abandonarnos nunca, seguimos leyendo libros de aventuras y construcciones puramente intelectuales, como las novelas de misterio o las policíacas, a propósito de las cuales decía Borges: «En esta época nuestra, tan caótica, hay algo que humildemente, ha mantenido las virtudes clásica: el cuento policial. Ya que no se entiende un cuento policial sin principio, sin medio y sin fin (ΓǪ) está salvando el orden en una época de desorden»[10].

No debe creerse que la literatura es un asidero deseable sólo para los más jóvenes. El bosque casi impenetrable, símbolo del mundo tenebroso del inconsciente en los cuentos de hadas, reaparece en el robledal de Corpes donde son ultrajadas las hijas del Cid; se alude en las primeras líneas de La Divina Comedia y sus ecos llegan hasta Carlos Salazar Herrera; en su cuento «Un grito», Matarrita, tras perder sus bienes y sus amistades, se interna en el bosque «en el robledal velado por la neblina» paisaje que surge como una proyección de la interioridad del personaje y cuya descripción muestra la vigencia plena del antiguo tópico literario de la selva oscura. Sin nosotros percibirlo casi, gracias a esa reiteración, aquellos tópicos y estructuras leídas en la infancia ofrecen el camino hacia recuerdos más amables, se prenden a los hilos de nuestra identidad más profunda.

 

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Esta seguridad precaria que brinda el mundo literario se basa, no tanto en los contenidos de los libros leídos, que muchas veces son más bien espeluznantes, sino en la posibilidad de la literatura de ejercitar dos conductas simultáneas: el lector vive y se involucra en las situaciones del texto y al mismo tiempo es consciente de que se trata de hechos «ficticios».

La literatura, como el juego, sitúa a la persona en «un doble plano de conducta, coloca a la persona en situaciones, en realidad inaccesibles para ella y así le facilita hallar su naturaleza profunda». Al ofrecer al ser humano una posibilidad convencional de hablar consigo mismo en diversos lenguajes, al codificar de modos diferentes su propio yo, «el arte le ayuda a resolver uno de los problemas psicológicos más importantes: la determinación del propio ser»[11], el descubrimiento de sí mismo.

De esta manera, el libro nos enfrenta a situaciones similares a las que experimentamos en la vida: el miedo, la impotencia, los conflictos familiares, el amor, las dudas existenciales. Amarrados a las líneas de la página los fantasmas que nos persiguen se disuelven y pierden parte de su poder sobre nosotros. Al ayudarnos a equilibrar el comportamiento emocional, la literatura hace posible el dominio de las diversas circunstancias vitales, nos educa en diferentes tipos de conducta, nos sostiene en la lucha por vencer el horror ante ciertas situaciones: prepara y educa la estructura de emociones para la actividad práctica[12]. En síntesis, nos pertrecha calladamente para el viaje de la vida.

 

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Leyendo aprendemos a viajar porque es cierto, como confiesan tantos lectores, que todos viajamos de niños al reino distante de los cuentos: «Más allá de los montes lejanos, más allá de los bosques sombríos, más allá de los rápidos ríos». La literatura continúa desplegando este motivo insistentemente. León Pacheco llama la atención sobre la narrativa de la década de 1940 en Costa Rica, cuyos personajes se desplazan en ferrocarril a regiones desconocidas, la costa y los bananales del Atlántico[13]: a veces son militantes como Sibajita, quien se dirige a Talamanca por motivos políticos, enviado por el partido, o los protagonistas de La columna liniera, de José Meléndez Ibarra; o jóvenes que emprenden también un viaje de iniciación, «la gran aventura de mi vida», como dice Marcos Ramírez en la novela de Carlos Luis Fallas. Entre todos ellos, los héroes de las novelas de Joaquín Gutiérrez se distinguen porque a medida que recorren nuevos espacios de la geografía patria, exploran su interior en el intento de construcción de una identidad. En ellos ’Silvano en Puerto Limón y la maestra Cecilia en Manglar ’ la apropiación simbólica de un espacio nacional se imbrica con la conquista de un ámbito íntimo y subjetivo.

Entendido en su sentido literal, el desplazamiento muestra ambientes nuevos e incorporar las dimensiones sociales de los conflictos. En otro sentido, el viaje es la aventura de la iniciación individual, el peregrinaje interior en busca de nosotros mismos. Ya el mismísimo Moto de García Monge emprendía su viaje a las Salinas «pa no volver [ΓǪ] abrigado en las sombras de la noche».

Más allá de elaborar el viaje como un motivo central de las letras, nos referimos insistentemente a la lectura como un recorrido, una navegación, un periplo. Múltiples metáforas pregonan la armonía entre el mundo y el libro y recuerdan que leer es en sí un viaje a otra dimensión de la realidad, a otras épocas, a otro tiempo. Un viaje del cual, a diferencia del Moto, podemos volver. Un desplazamiento controlado, deseado y, por lo tanto, tranquilizador.

 

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En todo caso, para nosotros, lectores de patrañas, este viaje por los libros es siempre una experiencia íntima, nocturna, intransferible. Y es que en la infancia de cada uno hubo un cuarto pequeño lleno de libros, una abuela que se refugiaba en la lectura y pasaba horas leyendo acostada al revés, con los pies en la cabecera de la cama, tal vez una maestra que leía cuentos, una madre o un abuelo que los contaban por la noche. Sin percatarnos y casi a escondidas, el libro ejercía su poder formador, no en el sentido restringido y moralizante que se quiere atribuir a esta palabra, sino en el profundo, que reconoce la importancia que tiene enfrentarse al dinamismo y los misterios de un texto, a la pluralidad que encierra, a su ligamen con la identidad cultural de la que participa.

Los censores condenaban al fuego algunas obras, desde Los tres mosqueteros a El hijo del árabe, «prohibidos por la Iglesia», pero nos dejaban otras. Y por los caminos de estos libros comenzábamos cada día el viaje interior, el desdoblamiento que nos permite, a la vez, escapar de nosotros mismos y encontrarnos a nosotros mismos.

Como aquel, personal, inalienable, el cuarto del libro es siempre un espacio cerrado, ajeno al ruido y al trajín de la casa. Intacto en el recuerdo, este aposento guarda la luz difuminada de la infancia, de la primera juventud. Es el aposento de don Quijote, que la locura va poblando de hechiceros y doncellas encantadas. Ahí esperan el fuego de los inquisidores los «descomulgados libros» que, al entender de la sobrina, «merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes». Es el armario viejo de donde Darío niño tomaba la Biblia o Las mil y una noches[14]. Es, también, el cuarto clausurado de Melquíades:

 

Pero cuando Aureliano Segundo abrió las ventanas entró una luz familiar que parecía acostumbrada a iluminar el cuarto todos los días y no había el menor rastro de polvo o telaraña, sino que todo estaba barrido y limpio, mejor barrido y más limpio que el día del entierro, y la tinta no se había secado en el tintero, ni el óxido había alterado el brillo de los metales, ni se había extinguido el rescoldo del atanor donde José Arcadio Buendía vaporizó el mercurio.

En ese cuarto se halla el secreto, el documento en el que leo mi origen, el misterio de mi nacimiento. Allí decide don Quijote cuál será su filiación literaria y, en la novela de García Márquez, allí se encuentran los manuscritos que concentran la historia de los Buendía[15]. En otros capítulos del Quijote, los personajes escondidos en una habitación vigilan los movimientos del amado, de cuya fidelidad están dudosos. Porque la habitación clausurada es siempre el sitio de encuentro con el objeto del deseo, el ámbito del crimen, la prohibición y la muerte. Y por eso allí leemos, sigilosos, la novela prohibida, el libro inquietante, oscuro, turbador.

Tatiana Lobo, en El año del laberinto, imagina la habitación de Sofía como el espacio íntimo que alberga el enigma, el asesinato y el incesto, porque ella es sobrina de Armando, su marido. Lugar de lo femenino, el aposento se llena con elementos mágicos y simbólicos y con los monólogos y recuerdos de la protagonista. En El pasado es un extraño país, de Daniel Gallegos, el misterio del cuarto se muestra crudamente en un espejo que revela, invirtiéndolo, el deseo doloroso del personaje. El protagonista de Ahora juega usted, señor Capablanca, de Mario Zaldívar, se mueve también en una habitación oculta, un pasillo que desemboca en una biblioteca. En esos pasillos secretos se inicia en la obsesión de la sexualidad, feliz invasión a lo oculto y prohibido.

La importancia iniciática de este espacio se confirma en otra novela del mismo autor, Después de la luz roja, cuando el joven Daniel espía el ritual del baño de su tía. En «La sombra tras la puerta», de Rodrigo Soto, al abrirse el cuarto que esconde el ayer, el narrador contempla, desdoblado, su primer encuentro con la muerte. También en Marzo todopoderoso, de Catalina Murillo, la biblioteca paterna, especie de santuario o mausoleo, es el lugar donde sólo se puede entrar al dejar la infancia, donde están los libros y se narra la muerte del padre y el encuentro con esa figura.

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Ámbito del recogimiento, del silencio, espacio que posibilita la reconciliación personal con una temporalidad olvidada, con los ritmos más íntimos, este cuarto del libro del que tanto habla la literatura a la vez nos protege y nos expone. ¿Cuántas veces este tránsito a otras realidades no nos resulta una vivencia inquietante?

Julio Cortázar homologa el acto fantástico con la situación de la lectura. Se trata en ambos casos del paso de una realidad, la exterior, a otra, la interior, a través de un umbral materializado en un espacio u objeto. Entre los dos planos del mundo existe una interrelación esencial, de modo que la frontera entre ellos se diluye y puede franquearse inesperadamente[16]. En «Continuidad de los parques», el umbral entre los dos aspectos de la realidad es el propio libro. Refugiado en su biblioteca, un hombre se deja atrapar por la trama de una novela, se sumerge temerariamente en el mundo que surge ante sus ojos. Pero ese movimiento provoca otro, idéntico e inverso a la vez: se rompen las fronteras y de las páginas surge el personaje literario que dará la muerte a ese lector. ¿Estamos realmente fuera del libro cuando contemplamos este trastorno de los límites y descubrimos, de pronto, que ocupamos nosotros también el lugar del lector amenazado?

¿No hemos experimentado todos, alguna vez, la experiencia de la lectura como una vivencia fantástica? Hay quien dice que el libro es por excelencia el lugar que metaforiza el surgimiento de la forma que inquieta y fascina. La página se vuelve extraña, despliega su seducción ante nuestros ojos. El texto hace arribar lo insólito, al constituirse en un mecanismo que proyecta la vista del mirado hacia quien mira. Aparece frente a nosotros como un espejo textual que nos devuelve una imagen, la de nosotros mismos. El ojo entra en contacto con ese lugar intermedio, en ese agujero intuido dentro de lo que se mira, en esa reduplicación profunda que devora al lector[17].

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Cuando leemos, nos hundimos tanto en ese abismo de palabras que la máscara puede convertirse a veces en la naturaleza de la persona. Ahí está el ejemplo de don Quijote que, como dice Ortega y Gasset, «con tan pasmosa facilidad transita de la sala del espectáculo al interior de la patraña»[18]. O, como en el siguiente párrafo de Borges, se pueden enfrentar las nostalgias y volver literario el mundo de las calles, lugar del deseo entrevisto desde el jardín de la infancia:

 

Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventureras y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas, pero quienes poblaron mis mañanas y dieron agradable horror a mis noches fueron el bucanero ciego de Stevenson, agonizando bajo las patas de los caballos, y el traidor que abandonó a su amigo en la luna, y el viajero del tiempo, que trajo del porvenir una flor marchita, y el genio encarcelado durante siglos en el cántaro salomónico, y el profeta velado del Jorasán, que detrás de las piedras y de la seda ocultaba la lepra[19].

 

Es así porque el contacto con la literatura contamina hasta los entendimientos más cuerdos, como sucede con el cura en el siguiente episodio de El Quijote:

 

Después, habiendo bien pensado entre los dos el modo que tendrían para conseguir lo que deseaban, vino el cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote, y para lo que ellos querían; y fue que dijo al barbero que lo que había pensado era que él se vestiría en hábito de doncella andante, y que el procurase ponerse lo mejor que pudiese como escudero, y que así irían adonde don Quijote estaba, fingiendo ser ella una doncella afligida y menesterosa, y le pedirían un don, el cual él no podría dejársele de otorgar, como valeroso caballero andante. Y que el don que le pensaba pedir era que se viniese con ella donde ella le llevase, a desfacelle un agravio que un mal caballero le tenía fecho; y que le suplicaba, ansimesmo, que no le mandase a quitar su antifaz, ni la demandase de cosa de su facienda, fasta que la hubiese fecho derecho de aquel mal caballero; y que creyese, sin duda, que don Quijote vendría en todo cuanto le pidiese por este término, y que desta manera le sacarían de allí, y le llevarían a su lugar, donde procurarían ver si tenía algún remedio su locura.

 

Un cortinaje de palabras separa la ficción de la realidad. Afuera, la discusión del cura y el barbero que, en la sobremesa, buscan un engaño para atraer a su amigo al mundo de los cuerdos. Adentro, el mundo ilusorio de la literatura. Para lograr su cometido, ambos deben disfrazarse pero ignoran que, al hacerlo, están perdidos. El disfraz se apoderará de ellos y serán también atrapados por el torbellino de la locura. La máscara, el vestido, definen al actor: el cura se transforma en doncella menesterosa que requiere de la ayuda del caballero. Y de esta repentina demencia es víctima y cómplice el estilo empleado, el cambio de una voz que describe y narra desde fuera a otra que ingresa peligrosamente en la mente y las palabras del personaje. Y que, como él, se contagia de locura. Este uso de una modalidad novedosa del estilo indirecto amarra en la materialidad de los signos la esencia quimérica del teatro de letras que discurre ante el lector.

¿Es que acaso podía ser de otra manera? Nadie puede decirse inmune al disfraz, al fingimiento, aunque sea, como aquí un travestismo de las palabras. O tal vez, sobre todo si se trata de palabras disfrazadas. Si en el del Triste Figura la ficción es permanente, el traje es una segunda piel, el cura y el barbero se escapan rápidamente del teatrillo de palabras. El primero empieza a preocuparse de su dignidad, que podría sufrir menoscabo si se vistiera de doncella y trueca su disfraz con el barbero. Y continúan buscando por la sierra donde se encontrarán con otros locos, otros personajes que fingen, se disfrazan se ocultan simulando ser personas distintas.

Así nos desdoblamos en el gran teatro de las palabras, nos multiplicamos en los personajes leídos, nos disfrazamos y, de manera deliciosa, perdemos la orientación. Cuando abrimos un libro, dice Ortega y Gasset, «La aventura quiebra como un cristal la opresora, insistente realidad. Es lo imprevisto, lo impensado, lo nuevo, cada aventura es un nuevo nacer del mundo, un proceso único». Y agrega que, en el retablo de maese Pedro, representa Cervantes la mecánica psicológica del lector de patrañas: «El caballo de don Gaiferos, en su galope vertiginoso, va abriendo tras su cola una estela de vacío: en ella se precipita una corriente de aire alucinado que arrastra consigo cuanto no está muy firme sobre la tierra. Y allá va volteando, arrebatada en el vórtice ilusorio, el alma de don Quijote, ingrávida como un vilano, como una hoja seca. Y allá irá siempre en su seguimiento cuanto quede en el mundo de ingenuo y de doliente»[20].

Al leer nos sumergimos en un torbellino que nos transforma y nos traslada a otra realidad. Como el cura y el barbero dejamos que la ficción nos engulla por un instante antes de seguir nuestro camino por la sierra llena de peligros y plagada de otros insensatos que buscan el amor, que se esconden unos de otros y se pierden tras tantos desvaríos.

Tal vez, en el fondo, la lectura sea peligrosa, puede darnos la muerte pues el libro siempre busca tragarnos en un túnel de papel. Quizás por eso, cuando leemos nos sentimos impelidos a la vez por el afán de ir más lejos y el deseo de retardar el momento final. Queremos conocer qué hay más allá pero sabemos que ese conocimiento dejará un vacío, una ausencia, porque nos arrancará de una realidad buscada, inventada, apetecida. Y ante esto no hay escapatoria: si leer fue peligroso para el Caballero de la Mancha, porque lo sumergió en el delirio de querer vivir sus lecturas, dejar de hacerlo implicó para él la muerte. Como dice Avalle Arce[21], al despojarse don Quijote del traje, al desengañarse de los libros, ante el Caballero sólo quedó la renuncia y la muerte: «Yo ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quienes mis costumbres me dieron renombre de Bueno».

Así vinculado el libro a la vida y al destino, no extraña que enfrentarse a él comporte siempre un riesgo. En Cervantes, en Cortázar, en Borges, en García Márquez, leer o escribir, lejos de ser pasatiempos inocentes, son actos de profundad responsabilidad, pues nos cambian y cambian nuestro mundo. Aún más, son acciones que nos engendran, que nos constituyen, como le sucedió a don Quijote, hijo de los libros que leyó.

Oscuros Quijotes nosotros mismos, de alguna manera somos también el producto de nuestras lecturas y no podemos borrarlas sin desaparecer. Desde la infancia, cada uno ha imaginado su biografía, su novela personal, a partir de los libros y se ha dedicado a vivir conforme a esa quimera. Desde entonces, nuestros ojos de lectores han perdido la inocencia: cada paisaje, cada pasión han sido previamente leídos y visitados en aquel mundo de palabras.

El libro nos ha inventado, nos ha bautizado, nos ha marcado sin remedio. Para Aureliano Babilonia, el final de la lectura implicará la propia muerte. Pero aunque lo sepa, no puede dejar de leer y sigue devorando el libro que predice su fin y el de su estirpe sobre la tierra. Así para nosotros, descifradores de patrañas, el libro que nos fascina es al fin de cuentas «un espejo de palabras» y, como Aureliano, los lectores, morimos también al cerrar sus páginas, al revelar los arcanos del texto. Ese puñado de signos que nos descubre el mundo, que nos muestra recónditos escenarios, que nos sumerge en la aventura y la conquista no sólo nos permite vislumbrar nuestro origen. También tememos ver en esas páginas el secreto de nuestra muerte.

 

– Flora Ovares Ramírez

– ACL

 



[1] Carmen Lyra, “Comentarios al programa de castellano de Vincenzi”, Sparti, t.1, Nº 6 (noviembre 1922) 230. Moisés Vincenzi y Carlos Luis Sáenz, «Programa de castellano», Sparti, I, 5 (1922) 181-1829

[2] Umberto Eco, «El libro resistirá», reproducido en Revista Nacional de Cultura, 52 (San José) 21-22.

[3] Las reflexiones acerca del papel de la literatura en la enseñanza parten de Flora Ovares, Jorge Alfaro, Margarita Rojas y Sonia M. Mora, La palabra al margen. La enseñanza del español en crisis (San José: Editorial Nueva Década, 1986).

[4] Tzvetan Todorov, La littérature en péril. (Paris: Flammarion, 2007), pp.18-19.

[5] Gilberto Triviños, Benito Pérez Galdós en la jaula de la epopeya (Barcelona, Mall, 1987).

[6] Citado por Álex Grijelmo, Defensa apasionada del idioma español, Madrid: Santillana, 2004), p. 20.

[7] Miguel de Unamuno, «Del Repertorio Americano», La Nación (Buenos

Aires), X, 6 (1921).

[8] Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas México: Grijalbo, 1988, pp. 16-17 y 38.

[9] Todorov, p. 78.

[10] Jorge Luis Borges, «El cuento policial», en Borges oral (Buenos Aires, Bruguera, 1983), p.88.

[11] Yuri M. Lotman, Estructura del texto artístico (Madrid: Istmo, 1970), p. 86.

[12] Lotman, p. 89.

[13] León Pacheco, «El costarricense en la literatura nacional», Revista de la Universidad de Costa Rica, 10 (1954).

[14] ;En un viejo armario encontré los primeros libros que leyera. Eran un Quijote, las obras de Moratín, Las mil y una noches, la Biblia, los Oficios de Cicerón, la Corina de Madame Stäel, un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica, de ya no recuerdo qué autor, La caverna de Strozzi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño». Rubén Darío, Autobiografías (Buenos Aires: Marymar, 1976), p. 36.

[15] Las reflexiones sobre el cuarto clausurado se basan en el trabajo El espacio en el cuento hispanoamericano, elaborado con Margarita Rojas entre 1999 y 2000.

[16] Vid. Flora Ovares y Margartia Rojas, «Espacios de tránsito en los cuentos fantásticos de Julio Cortázar», Letras, 31 (1999) 5-23.

[17] Charles Grivel, Fantastique-fiction (París: PUF, 1992).

[18] José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote (Madrid: Revista de Occidente, 1957), p. 172.

[19] Jorge Luis Borges, «Prólogo», Prosa completa (Barcelona: Bruguera, 1980), tomo i.

[20] Ortega y Gasset, p. 168.

[21] Juan Bautista Avalle Arce, «Don Quijote o la vida como obra de arte», en Nuevos deslindes cervantinos (Barcelona: Ariel, 1975).