Artículo de: Víctor Hurtado
LA FORTUNA DE LEER
Mi crédula infancia, con sotanas de sombras, patios cementerios y una biblioteca oscura donde alumnos uniformados (todo era uniforme entonces) leíamos libros debidamente expurgados para niños debidamente expurgados. Comenzó así la fortuna de leer, la obstinada artesanía de poblarnos de existencias ajenas con la imaginación robada a los piratas: cada libro, una vida en colores sobre nuestra vida gris y mineral; todo libro, una isla de tesoros elementales, tan lejos aún de la cegadora fiesta del estilo con la que el tiempo comienza a despedirnos a los cuarenta años ―cuando entendemos que no basta que se digan las cosas, sino también cómo se dicen―. Crecer es crecer de El tigre de la Malasia a Los ríos profundos.
Después de la fe de la niñez, el cisma alegre de la adolescencia: la primera comunión con Henry Miller, Bertrand Russell, Jorge Luis Borges y con el cojitranco malhablado de Quevedo... Embriaga ―como la borrachera inaugural― el salto del Index Librorum Prohibitorum a la imaginada Pequeña Biblioteca del Joven Disoluto. Todo es entonces un complacido desorden; la vida, un juego recién descubierto (a los veinte años, la vida es eterna). Los libros se funden entre sí y son uno solo que es todos y ninguno: una espesura de voces, un naipe de historias, un volumen mágico, infinito y caótico.
A los veinte años, uno no se deja amedrentar por el buen gusto, y todo se ingurgita hacia un estómago hecho a prueba de bestsellers: desde el código de lectura realmente penal hasta las novelas policiales en las que el asesino es el mayordomo, pero el criminal es el autor. Los mismos ojos que ayer deslumbró el Sol enloquecido de Góngora, lloran después, inconsolables, por un estilo que ha caído por debajo de la línea de la pobreza. Incurrimos también en el libro-dieta, sin gracia (bajo de sal), decepción que no les recomiendo; en el refranero ocurrido a un jubilado, y en la obra retornable que, con el tiempo, vuelve a su condición de inédita. Nos abisma la novela densa, de entendimiento difícil en la categoría de imposible, escrita con mano que sabe desorden: novela de honduras románticas, urdida para que alguien dirija un filme pensativo en el que el Ser en Sí corteje a la Razón Suficiente, cinta dotada de menos diálogos que la confesión de un luterano con un jesuita.
Abusan de nuestra fe el libro que no fue generosamente breve; el libro flojo que debería volver a acostarse ―una declaración de amor al mal gusto y una conquista del fracaso―. Transigimos con el redactor sin estilo, a quien, cuando empieza a bailar, se le cae la gracia, y pasamos por las obras de quienes torturan al idioma hasta extraerle ayes inéditos. Ya nadie recuerda al autor de novelas cortas que eran cuentos largos a los que les sobraban páginas: tonterías en serie, serie de tonterías. Sí, claro: nadie es perfecto (pero tampoco hay que ser tan imperfecto). ¿Qué fue del dramaturgo a quien la fama no envaneció solo por falta de oportunidad, y quien, cuando escribía una comedia, se hacía un drama? Aún nos espanta el autor entregado al desacierto, quien siempre jugó con el ingenio (quien siempre jugó a las escondidas con el ingenio): fue un ministro de economía del estilo que en el escribir poco encontró la manera más cortés de ser ilegible. Al fin, nos adecuamos al novelista prolífico cuyo talento murió en una explosión de creatividad.
Ya en el frenesí omnívoro, caemos en libros de sociología, que sacan el contexto fuera de la frase; en dramas popmodernos (sic) donde la apatía no decae un momento; en libros que ocurren cuando la ridiculez se levanta temprano y se pone a trabajar; en obras filosóficas siempre a punto de explicarse, más aburridoras que una gramática recitada por un bedel a un tris de su jubilación; en ensayos mortecinos que cerramos de inmediato (he ahí el poder mental de la distracción); en novelas redactadas con tal descuido que parece que un temblor les hubiera sacado el desgreñado estilo de la cama (habría que ser detective para encontrarles una metáfora); en mamotretos escritos a vuelapié, y en libros que el desocupado lector apreció más por desocupado que por lector. También leemos confesiones de una tontería sin miedo, y crestomatías plenas de frases que nunca, pero nunca, serán borradas del olvido. Entonces sí que había que leer con avaricia, aunque ya comenzábamos a sospechar que el amor por la lectura es una cualidad que la gente celebra como virtud y elude como vicio. Es la misma gente que se alarma pues, por jugar con la computadora, los niños descuidan el televisor.
Con el tiempo pasa el tiempo, la visión se despide hasta la vista, y es vano pedir más años a la Parca pues, como su nombre lo indica, ni siquiera contesta. Entonces, salvo que a uno lo haya convencido el Manifiesto consumista, se sabe que es hora de parar la colación y de que los ojos sienten cabeza. Al iniciar el quinto decenio, si uno ha leído demasiado, ya es casi un libro y comienza a perder hojas al viento del desengaño. Uno se pregunta entonces cómo alguna vez hurgó en el desconsiderado sánscrito de las estadísticas, y cómo estibó fardos impresos de econometría, y cómo creyó al polemista exactamente equivocado y claramente confundido, y cómo, en los libros sociológicos, uno siempre acudió a las citas de pie de página. Son amores que nunca fueron y se pierden para siempre en la «fuga irrevocable de la hora». Sabemos ya que leer la novela rosa, sosa, que muchos celebran, es una de las grandes oportunidades que hay que dejar pasar. Nos despedimos del redactor de poesía y del autor «superventas» (nada le sobra a su falta de estilo). Detrás quedan los ensayos arduos sin belleza y de prosa de ricino. Más difíciles que necesarios, se nos caen en las orillas del río de la vida mientras seguimos navegando con los pocos textos elegidos.
Desde el otoño prematuro de los cuarenta años, no leemos menos ―salvo que el jefe esté mirando―, pero sí leemos mejor pues aceptamos que hemos entrado en la fila de salida, y porque ya conocemos los asuntos y a los autores que nos acompañarán hasta el fin de la aventura. Arribamos al lento paraíso de leer cuando los trabajos y los días van con paso yupi a nuestro lado mientras a nosotros nos detiene una metáfora en la incansable sorpresa de sor Juana Inés:
aun es para tus sienes cerco ¡strecho
la amplísima corona de tu fama.
Así, leyendo por el gusto a los clásicos sin tiempo, aprendemos la gran lección de no estar al día (hoy es la forma más callada y solitaria de la rebelión), y comprendemos la moraleja de que el libro no es moda y de que la literatura no es éxito.
En la madurez ya no debemos leer mucho, pero debemos leer siempre, incluso en esos días terribles en los cuales las horas de lectura son minutos. El gozo está en la calma. Uno lee cada vez con más y más lentitud, como si volviera a la infancia y empezase otra vez el infinito abecedario de los libros. El leer por el gozo es un viaje a ningún lugar: leer es la meta. «Soy un lector hedónico» dijo Jorge Luis Borges y añadió: «No puede haber lectura obligatoria como no puede haber felicidad obligatoria». En esto se parecen la lectura, el matrimonio y el socialismo: cuando obligan, fracasan. ¿Qué permanece de tantas y tantas lecturas, que fueron como surcos en el aire? Lo mismo que queda de un viaje: solo recuerdos; pero, si se rememora con placer, valió la pena haber viajado. En cuanto a lecturas, el pasado siempre es hoy: se equivocan quienes creen que está pintado de sepia.
Por fin, arribamos a la relectura, fase última y superior de la lectura. Recuperamos entonces el presente perfecto olvidado que nos arranca las penas de la vejez, de la soledad y del fracaso de dejar el mundo tan injusto como lo encontramos. ¿Quién sabe si, en nuestro último día, nuestra mayor ambición frustrada será el no haber escrito ese libro ―ese único libro― cuya lectura nos cambió la vida? No obstante, si nos hizo mejores, también nosotros lo habremos escrito. El libro de otro que quisimos hacer, ese nos hizo.