Artículo de: Carlos Francisco Monge Meza
LA SILLA «C»: APOSTILLA DE INDEMNIZACIÓN
En febrero de 2006, ante el pleno de la Academia Costarricense de la Lengua, leí mi discurso de ingreso1. Conforme al protocolo, lo respondió el filósofo Arnoldo Mora Rodríguez, con generosidad e inteligencia. Con el tema por el que me había decidido me referí a las relaciones, siempre difusas y poco atendidas, entre la poesía costarricense y la española. Dejé de lado para otra ocasión —que no ha llegado— los parentescos y afinidades con la poesía hispanoamericana. Un descuido casi imperdonable fue no haberles dedicado algunas líneas a quienes antes habían ocupado la silla «C», vacante que se me ofreció. Doble omisión: la primera, porque dos de mis precedentes fueron poetas cuya obra se nutrió de la lírica peninsular; la segunda, porque de la otra académica había recibido cursos de literatura española moderna, y además se dedicó a la crítica y a la historiografía literarias. Estas pocas páginas no quieren ser un gesto de desagravio sino una apostilla de indemnización que habré de añadir a aquel discurso de hace tres lustros.
El primero en ocupar la silla «C» fue José María Alfaro Cooper, un culto poeta que recibió el casi ingobernable caudal del modernismo, de principio a fin en su obra. Aún resonaban en sus versos algunos ecos de una poesía posromántica menor, propia de la etapa finisecular costarricense. Su nombre y algunos poemas los incluyó su editor en la inaugural Lira costarricense, de 1890. Los anales nos indican que después de ello, Alfaro Cooper entró en un período de silencio que no interrumpió hasta veintitrés años después, en 1913, con su colección Poesías, editada por García Monge. Pertenecía a una elite letrada que algún crítico ha denominado la «generación del Olimpo», nombre un poco ampuloso pero alto y significativo —como había dicho don Quijote de su Dulcinea— porque descendía de una familia influyente y con poder político. Su abuelo, José María Alfaro Zamora, había sido Jefe de Estado entre 1842 y 1847. Entre las páginas de aquellas Poesías figuran algunas traducciones, probablemente a través del francés —que sin duda conocía bien porque vivió una temporada en París— de Turguénev, de Pushkin, de Lermontov. También debió de emplear el inglés con propiedad; sus ancestros maternos (Lancelor Cooper y Catalina Johnson) fueron inmigrantes estadounidenses. La traducción no fue un oficio ocasional; Alfaro Cooper la ejerció durante años como funcionario de la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Continuó su obra poética con Viejos moldes (1915) y Al margen de la tragedia (1923). El año 1926 fue para Alfaro Cooper prolífico, cuando se publicaron tres títulos más: Cantos de amor, Orto y ocaso y Ritmos y plegarias. Su vena católica, diseminada en numerosos poemas, lo llevó a aventurarse en la singular empresa de escribir, en tres tomos, La epopeya de la cruz, que aparecieron entre 1921 y 1924, obra a mi parecer algo farragosa y malograda, si bien con algún interés bibliográfico: una «epopeya» pensada y escrita en pleno proceso de modernización de las letras costarricenses, casi a contrapelo de la historia. Mejores fueron sus versos modernistas; un modernismo atenuado, como lo fue el de Lisímaco Chavarría y el de Roberto Brenes Mesén. Chavarría consiguió una peculiar armonía entre su entorno inmediato (el de la modesta ciudad, casi pueblo rural) y la nueva retórica esteticista al uso; Brenes Mesén, más cosmopolita quizá, se internó en las posibilidades temáticas del ocultismo. Alfaro Cooper también dedicó su poesía al espacio vital cercano y afectivo; no al mundo doméstico, sino a la espiritualización de la realidad. No por azar, muchos de sus poemas apuntan a la religiosidad y a la devoción.
Para la historia literaria nacional, el de Julián Marchena ha sido uno de los tres nombres emblemáticos de la poesía costarricense; los otros son Aquileo J. Echeverría —«el poeta de Costa Rica», según Darío— y Jorge Debravo. Entre el primero, que vivió durante el lento y penoso proceso de modernización del país, y el segundo, de una Costa Rica industrializada, expuesta a las vicisitudes del último tercio del siglo xx, Marchena quedó como emboscado en la historia, no solo la literaria. Poeta de un único libro —y para algunos desaprensivos, de un solo poema— desarrolló su «carrera» de poeta sin ningún apuro, con la parsimonia de quien no se sintió parte de grupos o cofradías. Alas en fuga, ese único título, se fraguó durante veinte años, desde poemas fechados en 1917, hasta los escritos poco antes de llevarlos a los talleres de imprenta en 1941. Después, un silencio absoluto e inexplicable.
Marchena llegó a la Academia Costarricense de la Lengua en 1941, con su libro publicado, dos años después del fallecimiento de Alfaro Cooper. En las actas de la corporación no consta que haya leído su discurso de ingreso. Fueron aquellos años aciagos los que podrían explicar la omisión: los ecos de los cañonazos de la Segunda Guerra Mundial, la caída de la república española, la incertidumbre institucional de la propia corporación, entre las revueltas aguas del falangismo triunfante y el republicanismo defendido por muchos intelectuales costarricenses. Cobró celebridad por un soneto, «Vuelo supremo», publicado en 1919, que se ofrece como icono infaltable en antologías nacionales y del exterior, en libros de texto para la secundaria, en epítomes de recitación escolar. A veces he pensado que aquellos catorce versos pueden haber sido los peores enemigos para muchos otros poemas de su autor, que han quedado en los bordes de un lamentable olvido2. A Marchena lo conocí y traté brevemente, cuando ya el poeta era octogenario. Mi natural timidez, sin embargo, no me impidió cruzar con él dos o tres frases en su pequeño despacho del Instituto de Cultura Hispánica, donde era su bibliotecario, y de quien recuerdo su talante discreto. En alguna recepción —¿un recital, la presentación de algún libro?— me declaró en una esquina aparte el resentimiento que le guardaba a cierta crítica indiferente y omisa con su poesía. No le interesaban los elogios corteses y convencionales; echaba de menos el análisis, los estudios más pormenorizados y profundos de su obra, los que nunca —en su opinión— habían llegado a sus manos. No le faltó razón. Seguramente le ofuscaba que se le llegase a recordar solo por un soneto, escrito a sus lejanos veinte años3.
Virginia Valenzuela Sandoval siempre firmó como Virginia Sandoval de Fonseca. Como Virginia Sandoval Sandoval se graduó en Filosofía y Letras, en la Universidad de Costa Rica. Después de dedicar algunos años a la enseñanza secundaria, formó parte del cuerpo docente del Departamento de Filología y Lingüística. La tuve como profesora de literatura española en mis años universitarios, cuando ella gozaba de prestigio y reconocimiento en la comunidad. Para un joven estudiante universitario de entonces, la década de 1970 no careció de interés en varios sentidos, lo mismo que para una parte de su profesorado: se acababa de pasar por la captura y asesinato del Che Guevara en las montañas de Bolivia, el mayo del 68 en París, la matanza en la plaza de Tlatelolco, en la ciudad de México; poco después un derrocamiento impulsado por los militares en Chile al que siguió una dictadura sin nombre; cuartelazos por aquí y por allá en los vecinos países centroamericanos e incontables acontecimientos más, en el Medio Oriente, en el sudeste asiático. Es decir, la política y la historia ante el rostro. También se libraban guerrillas particulares en los salones de clase: ¿cómo debería estudiarse la literatura: lo formal, lo social, lo político, su papel en la historia, sus estilos, los autores? Incontables debates, en los pasillos de la Facultad y en los informes finales de curso, pusieron en alerta a unos y a otros, con lo que empezaron a cundir ciertos nubarrones inevitables: los dogmas y catecismos, tanto los políticos como los teóricos, que también en materia teórica los hubo y los hay.
De su propia generación de profesores, Sandoval de Fonseca fue la primera —y puede que la única entonces— en analizar las posibilidades y alcances de una nueva crítica literaria en el ambiente académico. Formada en las corrientes del impresionismo y de la estilística española, sus ideas fueron evolucionando, alimentadas por el formalismo estructuralista francés (Barthes, Bremond), que tanta influencia ejerció durante la década de 1970 en nuestros estudios sobre la literatura costarricense e hispanoamericana. No fue casual que en su discurso de ingreso a la Academia Costarricense de la Lengua, en 1986, dijese que debió haberse titulado «Reflexiones sobre la crítica». Con su presencia, la silla «C» cambió de tercio, al abrirles espacio a especulaciones sobre crítica y teoría literarias, antes que a estudios monográficos de obras y autores individuales, hasta entonces más historiográficos y de alcance limitado. Su Resumen de literatura costarricense (1978), manual reformado de un artículo publicado en 1971, siguió las huellas de la obra mayor de su antiguo maestro, Abelardo Bonilla (Historia de la literatura costarricense, 1967), que puso al día hasta donde le fue posible. No tenía más pretensión que reordenar de otro modo, en sus 190 páginas, el panorama de las letras nacionales. El vacío que dejó en 2005 no podía ser fácil de ocupar, porque el legado de Sandoval de Fonseca fue variado, novedoso y desafiante: armonizar los estudios filológicos, los historiográficos y los de crítica literaria con el ejercicio creativo, el mundo del poeta o del novelista.
Una crónica de la silla «C» no es la historia de la Academia Costarricense de la Lengua, pero habla de ella. Sus orígenes se remontan a unos años —ya a punto de cumplirse una centuria— cuando los primeros «académicos» formaban parte de una intelectualidad letrada y elitista. He mencionado a la generación del Olimpo, grupo selecto al que perteneció uno de sus fundadores, el poeta Alfaro Cooper. Su afinidad con el modernismo no fue solo literaria; mucho tuvo que ver con una ideología y un estatus social. Los modernistas siempre procuraron distinguirse de la literatura popular y de una poesía para todos; es decir, las letras como oficio de cultos. A Julián Marchena —y puede que él mismo haya sido cómplice del desliz— se lo ha tenido por modernista, para lo cual se ha querido demostrar que basta considerar su innegable estilo refinado, cierta retórica esteticista y algunos temas «universales» de su poesía para tomarlo como modernista, al menos como uno de sus epígonos. Por la época, por los tonos, por su lenguaje y por su afinidad con otras tendencias que empezaron a correr en la poesía hispanoamericana, a Marchena lo veo más bien como posmodernista, como lo fueron Gabriela Mistral, Ramón López Velarde, Alfonsina Storni, un juvenil Neruda y, entre los nuestros, Rafael Estrada y Asdrúbal Villalobos. Atenidos a la doxa, ¿qué hay de modernismo en «Vuelo supremo»?
A nuestros dos poetas de la primera mitad del siglo xx se les unió Sandoval de Fonseca, quien dedicó su vida profesional a la docencia y a la crítica literaria. Fue, con una tardanza inexplicable, la primera mujer en integrar la corporación; con ello se les hizo justicia simbólica a muchas otras que debieron haber estado antes: Ángela Baldares, María Isabel Carvajal (Carmen Lyra), Rosario Meza Murillo, Carmen Roldán, Adela Ferreto Segura o Mireya Cantillano Vives. Los estudios de crítica literaria, afortunadamente, han cobrado vigor y constancia en nuestra Academia. Sobre las letras nacionales ya son numerosos y desde variadas aproximaciones, por fortuna alejados a prudente distancia de las jaulas terminológicas abstrusas y de las alabanzas que exigen las buenas maneras. La que parecía ser «la silla de los poetas» se convirtió en un lugar al que convergieron la creación y la crítica; la imaginación y la reflexión. Bien mirado, no ha sido otro el destino de la poesía, desde los orígenes de la modernidad occidental: quien de veras escribe no lo hace al dictado de las musas, sino como un demiurgo, el artesano que trabaja día y noche por forjar un lenguaje nuevo en el crisol de su idioma.
1 Ver Carlos Francisco Monge, «Andanzas españolas de la poesía costarricense», Boletín de la Academia Costarricense de la Lengua ii , n.o 2 (2007): 59-73.
2 No deja de ser llamativo que uno de los primeros comentarios a Alas en fuga lo haya escrito Roberto Brenes Mesén, que se refiere al nuevo libro sin mencionar este soneto, que ya gozaba de notoriedad entre lectores y críticos. Con la agudeza que lo caracterizó, señala otros aspectos en la poesía de Marchena sobre los que aún hoy no se ha prestado una mejor atención. Ver Roberto Brenes Mesén, «Alas en fuga», Repertorio Americano xxxviii, 16 (1941): 249. Se reprodujo en Revista Iberoamericana v, 9 (1942): 136-137.
3 Puede que la situación haya mejorado, dicho en homenaje a la memoria del poeta; varios jóvenes críticos, poco después de su fallecimiento, han publicado artículos de meritoria calidad. El Repertorio Americano —la tercera época, auspiciado por la Universidad Nacional (UNA, Costa Rica)— le dedicó un número completo a Marchena, en la tercera época de esa revista, en su número iv, 1, de 1977. También el poeta Jorge Charpentier presentó para su ingreso en 1985 a la Academia Costarricense de la Lengua, su discurso «Fuga y contrapunto en la poesía de Julián Marchena».