Boletín de la Academia Costarricense de la Lengua - tercera época

Julieta Pinto González, a partir de su obra

Año XVI, n.o 2. 2021    págs. 61--106
Artículo de: Olga Marta Mesén

JULIETA PINTO GONZÁLEZ,
A PARTIR DE SU OBRA

Preámbulo

El más merecido homenaje que se le puede hacer a quien ha dedicado la mitad de su vida a la escritura, es leer su obra. He tenido el privilegio de acercarme a la producción literaria de Julieta Pinto con una visión abarcadora y el gozo que me ha producido es tan enorme como vasto es su legado al mundo de las letras. Julieta Pinto ha construido su legado literario con la solidez y maestría de un largo tejido cargado de personajes, acontecimientos, historias, paisajes, sonidos y voces. Como toda producción de calidad, la suya puede ser estudiada desde diferentes ángulos y aplicarse distintos criterios para su abordaje. Si se sigue el canon cronológico estricto, corremos el riesgo de perder la fuerza y solidez de su visión temático-crítica; si lo hacemos desde sus planteamientos ideológicos, podrían quedarnos por fuera su poesía y las filigranas de su lenguaje metafórico; si lo hacemos desde sus personajes, ganamos en tipos, en diversidad psicológica; pero podríamos comprometer el contexto en que se desenvuelven. Lo conveniente, según nuestro punto de vista, es partir de un criterio ecléctico muy amplio y más libre, que es el que seguiremos en esta visión panorámica. Por consiguiente, si en este repaso o vistazo a su producción total nos detenemos en una obra específica, será por razones de su particularidad temática —aunque siempre bajo la premisa de lo genérico de este recorrido—, pues está claro que la tarea de profundización, no solamente ha sido asumida por otros investigadores, sino porque, en este dossier del Boletín otros se ocupan de ello. En la parte final, ofrecemos a los lectores un tabulado de los títulos de la autora a los que hemos tenido acceso con la indicación del año de publicación de la primera edición.

Agradezco a la Academia Costarricense de la Lengua la oportunidad de referirme al opus de esta entrañable y sensible mujer, pensadora, varias veces galardonada, ganadora del Premio Magón de Cultura 1996, conocedora y defensora de nuestro patrimonio natural, observadora perspicaz del comportamiento humano, con sobrada valentía para denunciar las falencias de nuestra sociedad y sus instituciones.

Escribo, luego soy

Julieta Pinto publicó su primera obra, Cuentos de la tierra, en 1963. Para entonces era una mujer de 42 años, en su madurez y con una vida personal y familiar, en principio, resuelta en todos los aspectos. De repente, algo se rompió en mil pedazos y ella debió ir en busca de su propio ser, de su identidad, que advirtió amenazada, desvanecida y rota. Esa situación le exigía encontrar su esencia más prístina, su libertad y la paz interior tan necesaria en la vida de cualquier ser humano. La escritura la salvó. En su obra se reproducen situaciones y personajes con experiencias similares a la comentada; por ejemplo, el personaje femenino, cuyo nombre no se indica —lo cual, además, resulta revelador— de la novela La estación que sigue al verano (1969). Este personaje observa y analiza con preocupación su relación de pareja. Siente que hay piezas que han sufrido un desgaste profundo e irreversible y otras que empiezan a no funcionar, lo cual la impele a comenzar un proceso de reconocimiento y reflexión sobre sí misma. Fue cuando

sumergió los ojos en el espejo y se preguntó quién era ella. Una avalancha de diferentes «ellas» conglomeradas, de tal modo que era imposible distinguirlas. Cada una tenía una risa diferente, un gesto distinto, más bien una especie de máscara para usar según las circunstancias. Todas, superpuestas, formaban una terrible mescolanza (Pinto 1969, 97).

Sabía que la respuesta a esa situación confusa no podía encontrarla en el mundo exterior, sino en lo más íntimo de su ser. Así, en ese proceso introspectivo que sabiamente decidió emprender, se le reveló una profunda y dolorosa verdad y a la vez una nueva interrogante: «Había vivido la vida de su marido, no la suya. ¿Cuál era la suya?» (Pinto 1969, 128).

En El lenguaje de la lluvia (2000a), novela publicada veintisiete años después de La estación que sigue al verano, la pareja protagonista, Lucía —nombre cargado de simbolismo— y Felipe, experimentan el deterioro y rompimiento de su relación matrimonial. «Supuse que yo era tu compañera en un crecer juntos, en algo que habría de florecer y madurar. Pero no has querido contar conmigo ni un momento y yo debo permanecer en la casa, mientras tú planeas el futuro del país». Así de claro le habló; entonces

[…] Quizás fue en ese instante que vislumbré mi huida en años futuros de ese mundo de engaños y mentiras, pero las redes en torno mío eran demasiado fuertes para permitirme aceptar mi equivocación en ese momento.

Insistí en defender mis proyectos, aquellos anhelos de tantos años, decantados con esfuerzo y con esperanza, a veces enturbiados por tu incomprensión, Felipe, por tus palabras tan ajenas a las mías… (Pinto 2000a, 46-47)

En este caso, Lucía igualmente se desconcierta, y no para menos: un mundo que debía ser compartido, convertido en añicos: «Es difícil aceptar el quiebre de unos sueños que se tejieron en las hondonadas de la dicha, de la alegría que produce el amor en los primeros días de su gestación. Y yo tuve ese amor…» (Pinto 2000a, 105). Lucía había vivido para su marido, pero ¿cuál era la vida de ella? Se imponía una búsqueda interior y encontrar su verdadero lugar. Y precisamente lo halla en el universo de la escritura. «Mi dolor se hizo poema»; y más adelante, triunfante, con contundencia, afirma:

Sé que ahora soy capaz de encontrar mi expresión, porque puedo descubrir la savia oculta en el macizo de bambú, escuchar la voz del río en sus aguas cantarinas, y sentir el dolor ajeno como si fuera el mío. Me siento joven, capaz de plasmar en el papel este renacer de la alegría, este crecimiento hacia formas nuevas que encauzarán mi vida por diferentes rumbos, esos matices de colores nacidos de una infancia aún presente y que como bastión inconmovible ha sostenido mi vida en las peores tempestades (Pinto 2000a, 105-106). [Destacados de OMM]

Este «tiempo nuevo» y de «asombro», como lo llama la escritora, es el inicio de una nueva hoja de ruta, que viene marcada por «signos misteriosos, nacidos de un lenguaje que ha venido gestándose durante todos estos años en vivencias y sentires [negrita añadida], [que] se mueven lentamente y [que] me rodean con su abrazo», dice Lucía (destacados de OMM). Entonces, «soy luz, colores, sonidos que brotan del follaje, capullos a la espera del sol, almizcles de tierra abierta…», y declara: «Comienzo a escribir: La montaña más alta del Iral, inmersa por siglos en el agua de la lluvia, da nacimiento…» (Pinto 2000a, 126), el inicio del cuento que lleva por título «El río», primero del conjunto de relatos de Cuentos de la tierra, a los que se hará referencia en el acápite siguiente.

Al igual que los personajes femeninos citados, cuyas vivencias es seguro que comparta, Julieta Pinto encontró en la escritura el locus que necesitaba para ser ella, y Lucía-Julieta dice:

Mi pluma corre, vuela sobre el papel y las palabras se deslizan de la montaña al valle, al bramido de furia cuando atraviesa la ciudad, al grito de luz en la llanura, a su canto de amor en el bosque de bambú, donde se detiene la corriente del río en un juego de florecillas blancas que prolongan el tiempo del arrullo. La pluma sigue corriendo por el papel…(Pinto 2000a, 126).

El campo, la montaña y la naturaleza en el adn de la escritora

En toda la obra de Pinto, el campo y la naturaleza se revelan como sus más acendrados amores. Será un motivo al que volverá una y otra vez, una suerte de leitmotiv. Su conocimiento de animales, aves, insectos, plantas, flores, arbustos y árboles, de la vida natural y la agrícola, con sus ciclos y sus tiempos propios no inventados por los humanos1; así como el ambiente del campo son dignos de destacarse en un repaso como este. Se trata de un conocimiento pragmático, adquirido, según nuestro parecer, no por la vía de la fría observación científica ni de la exploración de una naturalista, sino de la vivencia, del día a día unido a ese mundo y del enamoramiento y embeleso que produce la contemplación y la inmersión en un universo con alma, códigos y lenguaje propios, que rezuma vida de un modo fascinante, portentoso y, en cierta medida, misterioso y mágico. De ahí que ese universo en la narrativa de Pinto es en gran medida teofánico, porque manifiesta en todo momento, fuerzas y presencias sagradas, elevadas y superiores. La criatura humana aparece, entonces, como alguien cuya misión es servir a esa totalidad y ser parte intrínseca de ella. Por esa razón, en muchas ocasiones, se la compara con elementos de la naturaleza y viceversa. Como lo ha manifestado Fritjof Capra , «la interconexión e interdependencia universal de todos los fenómenos y la naturaleza dinámica de la realidad» (Capra 1992, 353); es decir, la concepción integral de la vida, es una «concepción espiritual en su esencia más profunda y por ello coincide con muchas ideas propias de las tradiciones místicas»(ibidem).

Ese universo al que aludimos, ocupa de manera puntual y específica algunos de sus escritos; empero, se encuentra referido en otros, cuya temática principal es distinta. En otras palabras, ese cosmos está presente en toda la obra de la escritora, a modo de línea transversal. La lluvia, la neblina, los atardeceres, el mar, el celaje, la vegetación tropical exuberante, los volcanes, las montañas, los sembrados, los bosques, las cosechas, las flores, los animales, los insectos, los peces, los ríos, aparecen en sus diferentes títulos, bien en primeros planos, como personajes o actantes; o como telón de fondo en relatos de otros temas.

Cuando la autora se refiere a ese universo, su tratamiento estilístico alcanza tintes poéticos. En este sentido, en su obra encontramos símiles y metáforas construidos a partir del hombre y la mujer-fruta-animal-río-árbol-piedra o planta, con lo cual la escritora suscribe tópicos vastamente utilizados en la tradición literaria sacra y profana, imprimiéndoles su propio sello. Sin embargo, también se da el proceso inverso: la naturaleza humanizada y las fuerzas telúricas actuando como si fuesen humanos.

No conozco a otros escritores costarricenses que tengan una visión y concepción de la Madre Gea, la Tierra como totalidad dadora de vida (y receptora de muerte), donde sus distintos componentes, incluyendo por supuesto al ser humano, tienen su propio lugar, su propia misión, en una amalgama perfecta, dispuesta por leyes superiores, como el caso de Pinto. Para ejemplificar lo comentado, empecemos por Cuentos de la tierra (1976a), un conjunto de dieciséis relatos cortos2, que se puede considerar una suerte de manifiesto de la autora respecto de su posición sobre nuestra Madre Tierra en los términos en que lo hemos comentado. Este primer opus será muy significativo para Julieta, quien lo llevará anclado en su memoria, como se verá en su última novela El laberinto de los recuerdos, de la que se hablará en su momento. El cuento que abre la colección, «El río», podría leerse como una gran metáfora sobre la vida: nacimiento, crecimiento, declive y muerte. En él, Pinto les hace un guiño a las coplas de Manrique: «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar, / que es el morir». Se relata poéticamente cómo el río, que nace en las altas montañas, da a luz un yurro que a lo largo de su recorrido crece, se encuentra con obstáculos que debe vencer, tiene momentos apacibles, se le unen hermanos que lo hacen aumentar su caudal; sufre por los desechos que recibe y por encontrarse a su paso por la llanura «niños con cara de viejos que recorren sus orillas con la esperanza de encontrar algo de comer que les traiga el río» (Pinto 1976, 13). El río humanizado o el humano-río sensible «comprende que la vida es un recorrer de formas en un círculo eterno3 que inexorablemente nos envuelve» (ibidem), que ama la vida y no quiere morir, pero, al que finalmente se le impone la inexorable ley universal: la muerte. En este caso, desaparecer en la inmensidad del océano.

«El espíritu del bosque» presenta un sitio transfundido por un alma propia, para recordarnos que el bosque es un organismo viviente, cuyo corazón palpita; que es unidad indivisible cuya ánima o espíritu siente y presiente, canta, respira, engendra vida y se entrega generoso. Para Pinto, el espíritu del bosque está materializado en la figura de un pájaro de pequeño tamaño y color del musgo viejo, que con su canto, puede llegar a todos los confines, y si el hombre lo escucha, se conmueve, porque toca las fibras más hondas del corazón humano: nostalgia de algo mejor, del paraíso perdido que el hombre no se cansa de buscar. Añoranza por lo bello que sólo en la naturaleza se encuentra y que el ser humano va perdiendo la capacidad de asimilar. Nostalgia de soledad donde poder encontrarse a sí mismo (Pinto 1976, 39-40).

La escritora da a conocer los rasgos esenciales de los árboles de guanacaste, cedro, jobo, ceiba, almendro silvestre e higuerón (cuyas semillas, transportadas por los pájaros y dejadas caer al azar en otros árboles, crecen y se apoderan de estos a los cuales estrangulan). El espíritu del bosque es presentado finalmente como una fuerza eterna, que sobrevive a la devastación del bosque, convertido en «un campo lleno de despojos: muerte y cuerpos mutilados por todas partes» (Pinto 1976, 43). El ser humano, extraviado por la inteligencia y la razón, en su búsqueda incesante hacia la verdad, ha olvidado su esencia y su capacidad de contemplación de la belleza suprema que le rodea y del universo en su totalidad. Sin embargo, no todo está perdido según la escritora, como veremos. También Capra lo sustenta: «Podemos modificar conscientemente nuestro comportamiento cambiando nuestros valores y actitudes y así recuperar la espiritualidad y la consciencia ecológica que hemos perdido» ( Capra 1992, 349). Tal experiencia la tiene el protagonista de «El arco iris», quien contempla el mundo con los ojos abiertos. Había perdido la facultad de ver y apreciar su belleza. Se conmueve con las flores, las mariposas y el follaje de los árboles. Siente su alma abrirse como la tierra negra al corte del arado: los celajes de la tarde la fecundan y el sol la hace germinar. Aquella gota de amor se hace torrente y se desborda llenándolo de plenitud. Se quiebra la coraza que encastillara su alma y esta se desborda en un canto de amor hacia la vida misma y todos los seres que participan en ella. «Por primera vez tiene la vivencia de la unidad del universo y su alma, agradecida, reposa tranquila. No más angustia, no más dolor, sino la aceptación de que todo está bien» (Pinto 1976, 54). La experiencia epifánica del protagonista va acompañada de una sensación de levitación, pues, de pronto, siente «una fuerza extraña que lo empuja hacia adelante: la pendiente es suave y sus pies casi no tocan el suelo… ¡Aquella tarde contempla el mundo desde el punto más alto del arco iris!» (Pinto 1976, 55).

En «La tierra estéril» se contrasta la tierra fértil con la que no produce, la yerma. Cómo la primera reverdece y da fruto cuando es alimentada por la lluvia, y cómo otras plantas, árboles, pájaros, ardillas, insectos, forman con esa tierra generosa una unidad palpitante; mientras que la segunda, no responde a la lluvia, porque su dueño, «sin ningún cuidado ni cariño había sembrado arroz varios años seguidos y la pobre tierra había ido perdiendo su riqueza, su corazón secándose hasta agrietarse, como rayado por las uñas de un tigre gigantesco» (Pinto 1976, 88). Cuando llega el invierno, las tierras vecinas «se cubren de alfombras verdes», mientras la tierra estéril «continúa con su color azulejo» (Pinto 1976, 88). Y nos dice la narradora traspasada de aflicción: «Lo que nadie sabe es que la tierra sufre en silencio» (íbidem, 88). El relato se cierra con una luz de júbilo, ya que, tras varias desilusiones, finalmente, apareció un dueño que la comprendiera, le diera cariño y la hiciera germinar:

Ella sintió desde el primer día el cariño inmenso con que la trabajaba, pero no lo quiso creer. Su corazón estaba demasiado herido y nadie podía hacerlo florecer. Permaneció muda, y cuando su cuerpo quedó listo para el trabajo de la pala, hizo como que no se daba cuenta. Pero su corteza sin heridas dejó pasar el agua, y sin su consentimiento, los primeros aguaceros llegaron hasta su propio corazón. El agua fresca, después de tantos años de ausencia, sacudió todo su cuerpo y la vida penetró por cada uno de sus poros. […] Su deseo de florecer ayudaba la labor del hombre y cuando este plantó las primeras semillas las albergó en su seno, les traspasó su alegría de vivir y en pocos días todas germinaron. Las matas de maíz crecieron con gran fuerza y las mazorcas fueron dos veces más grandes que las de las tierras vecinas. El suelo volvió a cubrirse de una alfombra amarilla y lila, y la tierra se sintió orgullosa de su cosecha. Las gentes contemplaban la tierra […]. Pensaron que su secreto era un abono químico venido de tierras extranjeras y se quedaron maravillados al oírle decir [al dueño] que sólo sus dos manos y un gran amor a la tierra habían hecho el milagro (Pinto 1976, 89).

«El dolor no tiene sitio en las palabras»

Varios de los escritos de Julieta Pinto abordan el tema de la muerte. En los dos textos se trata desde la experiencia de la autora. Uno de ellos lleva por título «Hernán José (un camino muy corto)» (1977a), conversación íntima y emotiva entre la madre y el hijo que ha partido hacia otras dimensiones; de edición artesanal limitada, de la que se encargó la escritora y editora Carmen Naranjo. A mis manos llegó, en el acto cultural que se le ofreció a Julieta Pinto en el Museo Calderón Guardia, en julio de 2013, para celebrar sus noventa y dos años de vida. Ahí estuvieron, entre otros, Daniel Gallegos, quien la entrevistó y protagonizó una grata conversación de amigos, y Laureano Albán, quien leyó un poema dedicado a la cumpleañera. Naranjo apunta que este libro es «un relato íntimo para los íntimos», porque su colega «detesta hacer literatura [de] lo que es su herida abierta».

El otro texto que complementa al anterior es Los dones de tu ausencia [2013], sin indicación de año de publicación ni otros datos bibliográficos. Utilizo el año en que fue recibido en la Biblioteca Nacional. Dice su dedicatoria: «Para mi hijo Hernán José». Tiene, a modo de epígrafe, los siguientes versos del poeta Laureano Albán: «Hay seres que no nacen /y no mueren. / Tienen toda la luz como destino». Escrito en verso libre, sale desde lo insondable del corazón, que siente el profundo orificio dejado por la ausencia del hijo —por demás inexplicable e inefable—, porque «el dolor no tiene sitio en las palabras» (Pinto 2013, 36), que revela la precariedad del lenguaje, en situaciones límite como la de la muerte. En esas páginas se repasan íntimamente, sublimemente, distintos momentos de un proceso desgarrador en el que solo existen preguntas y ninguna respuesta. Sin embargo, no todo se revela como oscuridad en aquella caverna anímica, porque, en algún momento

…surge un llamado

invocando la quietud de mi alma:

en el huerto del tiempo

estrellas inconclusas

terminan su círculo perfecto,

y en las manos me nacen

lirios blancos y azules.

En este despertar de colores de gozo

donde el tiempo no muere

y el encuentro persiste,

subo a tu abrazo

que ahora sí es eterno (Pinto 2013, 58).

En ese momento se produce la gran revelación, la epifanía necesaria y la hablante lírica atestigua cómo «las preguntas cayeron /vencidas en escombros ,/ y entendí/ que la muerte también es un regreso» (Pinto 2013, 61). En consecuencia, «aunque el dolor / se convierta en mi sombra perenne / agradezco a la vida / los dones de tu ausencia» (Pinto 2013, 62).

Sin embargo, también la autora aborda el tema de la muerte desde una perspectiva más objetiva, como en las novelas El despertar de Lázaro (1994), Tierra de espejismos (1991) y en algunos cuentos como «Lluvia», de Detrás del espejo (2000b), en el cual el tratamiento de la muerte no es directo sino tácito, sobrentendido.

El despertar de Lázaro se puede calificar como una reflexión metafísica sobre la muerte, uno de los enigmas que más han inquietado al ser humano desde siempre. A Lázaro, personaje bíblico cuya peripecia de muerte y resurrección está relatada por el evangelista Juan (11, 17-44), la muerte le genera más interrogantes que respuestas. Por medio de Lázaro, se une a la legión de pensadores y filósofos que a lo largo de la historia han elucubrado sobre ese tema. Este personaje —vuelto a la vida por Jesús, según el texto bíblico— se define a sí mismo como aquel «que viene de una región de sombras desgarradas» (Pinto 1994, 51) transmite, poéticamente, la experiencia de la muerte:

En mi agonía no hubo colores ni brillo; solamente un silencio de quietud oscura; pero cuando dejé de respirar, una luz violenta quebró las tinieblas y yo, sin el sentido de la vista, descubrí aquellas tonalidades primitivas que moran en el interior de las piedras desde el principio del mundo, cuando el color se petrificó en ellas. En mi final, los matices aparecieron en toda su magnitud dispersando las sombras. No sé si era el comienzo de lo sublime o el último destello de la vida (Pinto 1994, 25-26).

En Tierra de espejismos (1991), la muerte del líder comunal Ramiro se ve desde las consecuencias que tiene la partida de uno de los defensores de un proyecto de utilización colectiva de tierras, la orfandad en que queda una comunidad entera que soñaba con una vida mejor y que deja muy claro cómo cada criatura humana es insustituible. «La ausencia de Ramiro deja a los hombres en total confusión. No tenían conciencia del impulso que daba a sus actos y sin él se sienten perdidos. En las noches, con el fogón crepitando chispas nuevas, tornan a ver, con disimulo, el sitio vacío que nadie se atreve a ocupar» (Pinto 1991, 87). Esta obra tiene un referente real en los hechos que culminaron con el asesinado del líder campesino Gil Tablada, que tuvo lugar en el cantón de La Cruz, provincia de Guanacaste, en 1970. Sobre esta novela volveremos, pues puede ser leída desde otros ángulos.

El cuento «Lluvia» (Pinto 2000b), uno de los más breves de la colección, es una suerte de perífrasis literaria del tema de la muerte. La autora disfraza su escrito, da vueltas y más vueltas, aun así, según nuestra opinión, hay demasiadas pistas que nos conducen a reconocer un texto sobre la muerte. No por casualidad está inserto entre «Sueño compartido» y «Las estrellas también hablan», con los cuales estaría emparentado. Hablamos de perífrasis literaria por el rodeo y el juego de cortinas oscuras que ocupa la mayor parte del cuento, una forma novedosa de abordar el tema de la muerte sin mencionarlo en ningún momento. La enumeración de situaciones y elementos que se hacen en el cuento —antes de su desenlace— funcionan como correlato de objeto, si seguimos a T. S. Eliot. Así, encontramos (todas las citas proceden de Pinto 2000b, 45): «olor acre en el barro estancado, en los insectos moribundos y hojas podridas», «gotas aceradas» (bien podríamos entender como las que bajan en las candelas al derretirse o gotas de lluvia similares al acero derretido) que «señalan la muerte de las cosechas»; pero al mismo tiempo «descomponen los sonidos en partículas de silencio», «el aire viscoso» asalta la piel de la protagonista; empero, queda claro que «no puede seguir su llamado de densidades» ni puede «inventar luz en una tierra olvidada por el sol» (en el canto xi de la Odisea se alude al Hades, lugar de los muertos, como el sitio donde nunca penetra el sol). En el locus al que se refiere el cuento, las semillas no pueden germinar, porque son atrapadas por «garras filosas», los «microbios pululan en la aurora sin luz de días iguales»; la «voracidad de la tiniebla aprovecha la ausencia de luz» y hay «formaciones de humus en el silencio despoblado de la vida». Por su parte, la oscuridad es como de «planeta en formación» y tiene la peculiaridad de invadir «los sentidos acostumbrados a la luz, al sonido, a la firmeza del suelo».

La mujer, que narra en primera persona, señala que evadió al hombre cada día, «pero hoy no hay excusa y mi cuerpo será fácil presa de su demanda»; sabe que él la espera y que una vez allí, «mis sentidos deberían florecer en pétalos abiertos». El singular y prolijo del relato desemboca de la forma que sigue, lo cual confirmaría nuestra tesis:

La llamada es perentoria, pero hay un dejo de angustia que vela el enojo. Intento ir. El cuerpo no obedece. Se me ha contagiado la indiferencia del árbol frente a mi ventana cuando escucha la caída de las gotas de agua.

La lluvia se adentra hasta encontrar el pensamiento. Lo envuelve, lo diluye, lo incorpora al ritmo de su eterna caída, y cuando ha invadido lo visible y lo invisible, siente la urgencia de una forma nueva: «Una capa de musgo-terciopelo invade mi cuerpo recostado y lo convierte en un largo capullo color sepia» (Pinto 2000b, 46).

La mujer y su papel

Como era de esperar, la escritora necesitó reflexionar y escribir sobre la situación de la mujer y su condición subordinada ante el varón, según el modelo social patriarcal heredado en nuestra sociedad. La literatura costarricense ha incursionado al respecto, paso a paso y cada vez con mayor acento. También la legislación ha ido cerrando vacíos perjudiciales, para lograr una verdadera equidad de género. En 1967, Pinto publicó otro conjunto de relatos: Si se oyera el silencio, título más que revelador. Es como si dijera: ¿Qué pasaría si se oyera el silencio que la mujer ha tenido que guardar por tanto tiempo? En nuestro criterio, los relatos de este opus no tienen la contundencia con la que la autora volverá a tocar esos temas en La estación que sigue al verano, El lenguaje de la lluvia y en «Al hilo de la mañana», de A la vuelta de la esquina.

En el número del 10 de agosto 1997 se publicó en el suplemento Áncora, de La Nación un artículo que Pinto titula «Maternidad». Entre otros asuntos, cuestiona el concepto liberación femenina, tan utilizado desde finales del siglo xx. Reconoce que la vida moderna exige a muchas madres el «abandono del hogar» al poco tiempo de nacida la criatura, para integrarse al trabajo fuera de la casa, dada la situación económica de los hogares, y aun así se sigue hablando de la «liberación» de la mujer. En mi criterio, esa liberación corre pareja con la irresponsabilidad masculina, al no compartir el trabajo de su esposa en el hogar, y sí el trabajo fuera de la casa; por ello, hay una contradicción en esa noción de liberación femenina. ¿Liberación para hacer dos trabajos a tiempo completo en vez de uno, mientras sus hijos son puestos en otras manos, en guarderías o al cuidado de la abuela, cansada de haber criado a su propia familia? Julieta Pinto es muy directa al señalar el problema y su posible solución:

Se me tildará de anticuada, se me dirá que una mujer puede compartir con sus hijos al regreso al hogar: yo pregunto si después de ocho hora de trabajo remunerado, se puede escuchar todo lo que el niño ha hecho y sentido durante un día entero, aconsejarlo, darle la seguridad de su amor. Sé cómo se llega a la casa después de cumplir la responsabilidad de un trabajo intenso, donde se sueña con pantuflas y una cama blanda. ¿Qué mujer puede entregar su tiempo y su amor en estas condiciones?

Compartir esa labor con un marido, que también trabaja, sería el ideal, y como ideal se da en un número muy reducido de casos; quizás el tiempo abra más la brecha y el hombre comprenda que su papel es no sólo de proveedor, que ahora sí comparte, sino que su papel en el hogar es tan importante como el de su esposa, y desempeñe su paternidad con valentía. […]

No se me malinterprete, no creo que la mujer deba sacrificar su vida privada por sus hijos; la mujer debe superarse y participar en los campos del conocimiento y del trabajo, de la creación en todas sus manifestaciones; esta misma preparación le da armas para educar mejor a sus hijos. Pero existe un tiempo en que la madre debe estar cerca de su hijo para enseñarlo a amar, como sólo ella sabe hacerlo; su propia realización se lo exige, porque es una época en que el bebé y la madre forman un todo indivisible.

Finalmente, en este interesante escrito, ella aboga por un proceso constante de educación tanto para hombres como para mujeres, con el fin de que «adquieran una verdadera responsabilidad de lo que significa traer hijos a este mundo».

«Denuncia implacable y objetiva de realidades vergonzosas»

Así calificó Myriam Bustos (2008), el nuevo tomo de cuentos Abrir los ojos, (1982)4, al cual nos referiremos en este apartado y al que sumaremos otras creaciones suyas que tratan temáticas similares: pobreza, desigualdad, abuso, prostitución, abandono infantil, discriminación, y otros males sociales instalados desde siempre en nuestro país. Algunos estudiosos de estas materias apuntan hacia una cuestión estructural propia de la organización capitalista, que no es del caso abordar aquí. Lo cierto es que, durante la segunda mitad del siglo xx en Costa Rica, se dictaron leyes, crearon instituciones y programas especiales, para atacar diversos problemas sociales que, con el correr de los años, han demostrado no tener la capacidad ni la eficacia para abordar, planificar y solucionar, de una forma integral, solidaria, eficiente, sostenible y con transparencia, tantos y tantos males que afectan a familias, poblaciones específicas y a la sociedad como un todo.

Si bien, como lo plantea Ruth Cubillo Paniagua, la literatura en tanto praxis social y los estudios sobre esta «no tienen entre sus alcances la incidencia directa en la solución de problemáticas sociales,[…] sin embargo, también sabemos que estos estudios [y la literatura como tal] pueden desempeñar la importante labor de poner en evidencia (para luego generar conciencia) ciertas problemáticas»(Cubillo Paniagua, xvii). En el caso de Pinto le reconocemos que en sus textos no se circunscribió solamente a denunciar y poner en evidencia situaciones e incluso instituciones, sino que trabajó directamente para buscarle solución a problemas específicos. Esa experiencia le mostró las limitaciones jurídicas y la maraña burocrática de nuestro país, que atenta contra la atención oportuna de problemas urgentes y de situaciones que requieren una respuesta inmediata. Algunas de esas vivencias las encontramos en su producción narrativa.

Hay que añadir que desde finales de la década de 1960 se manifiestó un acelerado crecimiento de las ciudades, la proliferación de barrios marginales pobres, la migración del campo hacia la ciudad, el incremento de la mendicidad adulta y también de niños, la aparición de las maquileras, el incremento en la utilización de mano de obra femenina y otras situaciones que agudizarán una serie de falencias, como la insuficiencia de la normativa de planes reguladores, las limitaciones de los servicios de abastecimiento de agua, recolección de desechos sólidos, infraestructura vial y de trasportes; la ausencia de controles en la construcción en zonas urbanas, escasez de guarderías infantiles y de personal capacitado en el cuido de niños y otras más. En «El río», al que se aludió en Cuentos de la tierra, Pinto había hecho ver el problema de la migración del campo hacia la ciudad, el hacinamiento y la suciedad. El río, que nacía alegremente en la alta montaña, en su descenso sufría, sobre todo por los desechos que recibía al acercarse a la ciudad. Desearía torcer el curso y alejarse de allí. Los hombres lo obligan a pasar por sus orillas entre cortinas de cemento. Va malhumorado y queriendo alejarse de prisa. Chozas, más que casas, apiñadas en sus orillas, con niños tristes y malolientes que miran sin interés el río que pasa. Este no comprende cómo el hombre soporta vivir en esos lugares si existen campos verdes y puros en la altura. Los niños criados en tal ambiente no pueden desarrollar su espíritu, que se queda adherido a unas láminas de zinc y a la suciedad en torno. Acostumbrados a esta vida no tratan de superarla y continúan viviendo sin esperanza y alegría. Sólo el vicio pone una nota diferente en la monotonía y a él se aferran con desesperación. El río cambia su enojo por tristeza. Si la infancia de esos niños fuera como la suya, saldrían de esos lugares rápidamente como él intenta hacerlo. Al liberarse de sus vallas de cemento salta en su cauce ancho y con fuerza golpea las aguas contra las piedras de la orilla.

A Abrir los ojos debemos sumar dos conjuntos de relatos de fechas anteriores: Los marginados (1984a) y A la vuelta de la esquina (1998) y la novela Tierra de espejismos (1991). Hay que subrayar que nuestra escritora aprovechó otros escritos para hacer señalamientos específicos de «realidades vergonzosas» en otras novelas y cuentos.

Comencemos con el primero en el tiempo, Los marginados (1984a), cuyo solo título nos ubica en los terrenos de los relegados sociales. Este opus consta de dieciocho relatos, cuyo aspecto en común es que todos sus personajes y los problemas que viven, están en los linderos de la sociedad, son poco menos que excluidos del sistema educativo, de la salud, de la cultura, de la justicia, de las posibilidades de crecimiento material y espiritual. Estos cuentos, aparte de su valor en la delación de injusticias, tienen como extra ser una suerte de álbum de «fotografías en sepia» de una Costa Rica campesina, con sus fenómenos naturales y sus gentes que llevan vidas con dificultades, alegrías, anhelos y sinsabores; con referencia a costumbres pueblerinas, trabajos, medios de transporte, prácticas sociales y vida familiar.

Por la galería de personajes y sucesos que recoge esta colección desfilan desde Pedro Segura, de «Tierra ajena», el campesino ilusionado que se internó en la montaña con la seguridad de poder darle un giro a su vida familiar, de hacerse con un solar propio donde sembrar y recoger sus cosechas, engañado por el abogado del pueblo, que nunca le consiguió el «derecho de propiedad» y que fue desahuciado por una empresa bananera; hasta ñor Alejandro, de «El trapiche», hombre sabio a base de años en el oficio, que «sin necesidad de laboratorio ni microscopio sabía exactamente el grado de la caña» (Pinto 1984a, 132) y que velaba con la mayor dedicación y entrega la faena de sacar el mejor «dulce de tapa» de todo el país, según le decían en la plaza a su patrón. Un campesino sencillo que

con la luz de la estrellas salía de su casa. Era el primero en llegar al trapiche. Le gustaba inspeccionar que todo estuviera en orden antes de empezar: el guácimo bien majado y con suficiente agua, las pailas limpias, los moldes de dulce húmedos, la batea sin pedazos de dulce adherido a sus orillas. La caña que había sobrado del día anterior debía estar bien cubierta por cogollo para que el calor o el viento no la deshidrataran, y el trapiche tan limpio que sus dientes plateados reflejaran la luz del amanecer (Pinto 1984a, 132).

Desdichadamente, un día sobrevino un accidente, por lo que el patrón tomó la decisión de relevar a ñor Alejandro de su puesto y asignarle otras labores. Cuando el patrón se lo comunicó, «no pudo responder nada. Dio media vuelta y su figura arrastrada por el viento se perdió en un recodo del callejón» (Pinto 1984a, 136). Muchos otros personajes y situaciones recorren las marginalia de esta colección de la mano de Julieta, de los cuales, por razones de espacio, solo nos ocuparemos de algunos, a modo de ejemplo, como el matrimonio formado por Porfirio y Paula de «Desobediencia». ¿Desobediencia a qué o a quién? He aquí la respuesta:

El Padre había dicho en el púlpito que en la Semana Santa se debían interrumpir las relaciones entre marido y mujer, sobre todo el Viernes Santo, pues podía nacer un monstruo. Ese día Dios estaba muerto y el diablo hacía que nacieran hijos suyos. [Por supuesto] él no le hizo caso […] y a la fuerza satisfizo su deseo. Al día siguiente su mujer le habló sólo para decirle que si ella quedaba embarazada y tenía un diablo era culpa suya. No se atrevió a defenderse, la única excusa era que los tragos [que se había tomado con su cuñado Ernesto, de una «saca» que este tenía] lo habían hecho olvidar que era Viernes Santo. «Yo te lo dije, te lo dije muchas veces, pero estabas borracho y no me oías». Y salió llorando de la habitación (Pinto 1984a, 20).

A pesar de que Paula, temerosa de que se cumplieran las palabras del sacerdote, hizo todos los esfuerzos posibles para que el niño no naciera; no tuvo éxito. Cuando ya fue el tiempo de dar a luz se preparó para lo peor y nacieron unos hermosos gemelos.

En «El contrato» alude a los contratos por tres meses que hacían los patronos con los campesinos para evadir el pago de las cargas sociales y las prestaciones laborales. Como había dicho Miguel, otro de los afectados: «Siempre encuentran la manera de jodernos» (Pinto 1984a, 27).

«Patrón, no me suspenda una semana, tengo mucha familia» [suplica Manuel]. «Y yo qué tengo que ver con eso. Quéjate al gobierno que es el que hizo las leyes sociales». Desde que las hicieron [las leyes] su vida se había complicado. «No le damos trabajo más que por tres meses, si le gusta, bueno, y si no, lo sentimos mucho». Aceptó, como aceptaron todos. Y la angustia de una semana sin trabajo cada tres meses vagando en busca de algo que hacer mientras se reanudaba el nuevo contrato de trabajo (íbidem).

«La creciente» se ocupa de uno de los fenómenos naturales hbituales en el trópico: las fuertes lluvias y la crecida de los ríos, que arrasan con familias y bienes de quienes, por falta de recursos, han tenido que construir sus viviendas en predios cercanos a ríos. En este caso, Rafael, el marido de Marta, por salvar unas pocas gallinas que tenían, es arrastrado por la correntada, que llevaba los pedazos de su casa destrozada y hasta la olla de los frijoles. Y, finalmente, «El regalo», trágica historia de Hilda, una niña huérfana que queda en abandono con la muerte de su madre. La adopta una mujer, que la utilizará para que haga labores de campo diversas. Hilda será siempre una muchacha humillada, discriminada, maltratada y abusada. Tenía varios hijos, que habían sido acogidos en distintas casas; solo uno, pequeño, vivía con ella siempre en condición mendicante. Una muchacha se interesó por su caso y le dio afecto. Hilda, en señal de agradecimiento por aquel cariño desconocido antes decidió hacerle un regalo:

[…] tomó al niño y después de lavarlo lo vistió con la mejor ropa que tenía. Con él a su lado tomó el camino que la conduciría a la casa de su amiga. […] La encontró en el corredor de la casa y como siempre, la recibió con cariño. Hilda quedó de pie arrollando y desenrollando la tira del delantal en un dedo. Por fin empujó al niño hacia la joven mientras le decía con voz entrecortada -Es tan lindo y tan bueno que la hará feliz.

En el camino de regreso, con el niño a su lado sintió un gran alivio, mezclado a la sorpresa de que no le hubiera aceptado su regalo (Pinto 1984a, 44).

En A la vuelta de la esquina, de 19755, se abordan temas relacionados con la marginalidad social. «Sed», con que se abre este volumen, muestra la tragedia de un niño que «muerto de sed» se toma un poco de licor que guarda su padre en un armario, porque es el único líquido que encuentra para saciarse. El niño estaba solo en la casa, porque la madre había salido con los otros hijos y el padre duerme su borrachera. El relato documenta las limitaciones de las familias de barrios pobres, la situación de suciedad del barrio y de los lotes baldíos, la carencia del servicio de recolección de basura y de agua potable. En este caso

No se oye el camión que algunas veces reparte agua clara y baña, con un chorro grande y frío, a los chiquillos que se arremolinan a su alrededor. Es la única ocasión de lavar las piernas y brazos siempre chorreados de tierra y helados. [Una vecina asegura que] «el agua hace tres días no viene y ya no tengo trastos limpios» (Pinto, 1998, 13-14).

Los efectos del licor hacen que el niño tenga una experiencia parecida a la de su mejor amigo, Ismael:

En eso comienza a ver luces que se encienden y se apagan. Son pequeñas como chispas pero van creciendo hasta explotar en una lluvia de colores brillantes. ¡Son las luces de Ismael! Por fin las ve. Tiene razón su amigo de quedarse quieto contemplándolas, son más lindas que los destellos de luz de los juegos artificiales… Intenta levantarse para correr hasta la casa de Ismael y contarle que al fin ve los colores del aire, pero cae de bruces en el suelo.

Lo despiertan los golpes [de la madre]. Patadas en las piernas, en las costillas, sobre la cabeza.

—¡Es el colmo, borracho a los siete años!

Se encoge sobre sí mismo en el suelo, y se tapa los ojos con las manos. No puede permitir que se los golpeen, no ahora que por fin ve las gotas de colores en el aire… (Pinto 1998, 17-18).

En «Al hilo de la mañana» se presentan las condiciones deplorables en las instalaciones de fábricas y maquileras; la poca protección a la seguridad y salud de los hombres y mujeres que trabajan allí, la situación de acoso sexual, particularmente con las mujeres, por parte de sus jefes y supervisores; las dificultades que pasan las madres solteras, los accidentes laborales y otras situaciones que conforman un círculo del cual es casi imposible salir. En «Center City» —en otra época popular sala de cine y de variedades en la ciudad de San José— el texto nos conduce al mundo de la explotación, la estafa y el engaño, en que se ofrecen al público diversos números con falsos artistas extranjeros, exigiéndoles travestirse y realizar actividades para las cuales no tienen destrezas ni formación profesional. En «Animalito» nos lleva por los antros del hampa, la droga, el robo y la complacencia de las autoridades, mientras que en «¿Le limpio, don?» se refiere al mundo del trabajo infantil obligado y a la extorsión. En este caso se trata de un limpiabotas, que tiene un mal día, porque no aparecen los clientes. Al parque central, donde podía encontrarlos, no puede acercarse porque «era un lugar peligroso. Los matones aparecían cuando menos se esperaba y entre dos o tres le quitaban todo el dinero.[…] “Pagá el derecho y no te hacemos nada” y el derecho era un colón al día» (Pinto, 1998, 89). Y los cuentos «El enderezador» y «Procopio» son claros ejemplos de los falsos amigos que encuentran siempre oportunidades para desviar de su camino a otros, llevándolos al mundo del vicio.

En Abrir los ojos (2004), la escritora dirige la mirada al mundo de la niñez y sus problemas de abandono, discriminación, abuso sexual, maltrato físico y psicológico, robo de niños, falta de oportunidades, indiferencia, sin omitir la crueldad de los adultos. Estos relatos conmueven por dos razones: primera, porque sabemos están basadas en casos reales; y segunda, porque es insuficiente lo que se sigue haciendo para revertir esa situación, que está presente en nuestro día a día. El PANI (Patronato Nacional de la Infancia, de Costa Rica) se muestra como una institución que se queda muy corta con las exigencias de una realidad apremiante, que requiere acciones en diferentes frentes.

En este sentido, en «¿Y yo?» con el que inicia el volumen, Jack, un niño afrodescendiente, a la espera de su adopción, ve llegar «una pareja joven [que] se baja del automóvil y se acerca a los niños. La señora tiene los ojos tristes y habla con voz muy agradable. «Que me escoja, que me escoja”, murmura Jack, “yo sería tan feliz con ella» (Pinto 2004, 13). A pesar de que Jack sabe que «cada vez que vienen a adoptar a un niño se llevan a los pequeñitos, a los que todavía no caminan o dan pequeños pasos sobre el césped de la entrada» (Pinto 2004, 2), en esta ocasión parece ser diferente. La mujer, luego de algunas averiguaciones, decide adoptar a Arturo, de nueve años y amigo de juegos de Jack.

—Cuando tenga los papeles listos, vendré a recogerte.

La señora lo besa y camina hacia el portón de salida. Jack corre tras ella sintiendo que el mundo le da vueltas. ¡No puede quedarse sin Arturo, no puede quedarse solo!

—Señora, ¿y yo?

Lo mira dulcemente y le acaricia el pelo ensortijado.

—Pronto vendrá una pareja de gente de color y te adoptará (Pinto 2004, 14).

En «La gente no entiende», Pinto nos lleva al territorio de los niños adictos a drogas y sustancias dañinas para el cerebro. En este caso, Rogelio depende del thinner —poderoso solvente de uso industrial— que lo transporta a un imaginario mundo maravilloso y lo hace perder la noción de la realidad. Rogelio un día es recogido en la calle por un policía que lo traslada al Reformatorio. Y claro está —según el niño— lo hacen porque no entienden que cuando

yo veo todo oscuro abro la botella y salgo a la luz, a un potrero inmenso lleno de árboles con frutas y cojo todo lo que me da la gana sin que aparezca nadie a regañarme. Y sigo caminando y me encuentro con una bola de esas buenísimas que tienen los equipos de fut y vienen otros chiquillos y jugamos un partido en una cancha enorme, donde no llegan nunca los muchachos grandes a botarnos, ni tenemos que huir a una bocacalle igual a aquella donde el carro mató a Luis, ni veo su cara llena de sangre, los ojos fijos y la mamá llorando, porque Luis está allí conmigo jugando con los otros y pateando la bola como sólo él sabía hacerlo (Pinto 2004, 15-16).

«Justicia» muestra el execrable universo de la violación infantil por parte de un pariente (un tío, en este caso), que fue acogido en la vivienda por haberlo perdido todo. Un día, el tío suplió al padre de la niña en el paseo dominical, para desdicha de ella. Y sucedió lo peor; a pesar de que la sobrina corría, con toda la desesperación de sus pequeñas piernas: «El horror de aquel cuerpo junto al suyo, las pequeñas uñas enterrándose en la carne floja de las mejillas, los gritos ahogados, por una boca inmunda, el final en estertores de agonía y la voz ronca: —Si decís algo te mato» (Pinto 2004, 21). La niña no supo cómo regresó a la casa.

No pudo pronunciar ni una palabra aun cuando vio la cara angustiada de su padre y sintió los brazos estrechando el cuerpo adolorido; no quiso probar los helados que le trajo la madre, ni opuso resistencia al examen del médico.

Oyó los pasos apresurados del padre a través del tabique, el ruido que producían sus manos al buscar algo entre la ropa del clóset, oyó los pasos de regreso, el sonido del tiro y el golpe del cuerpo al caer. Y ahora sí sintió los brazos de su padre y las lágrimas, que al juntarse con las suyas, resbalaron por la almohada (Pinto 2004, 22).

Al protagonista de «Yo soy Rafael», cuya madre había muerto durante el parto, lo ha criado por su abuela. Tiene siete años. Su padre vive con otra mujer y otros niños. Cuando la abuela enferma, el padre de Rafael le dice que hay que «regalarlo» para que alguien lo cuide, porque él no puede. A pesar de que la abuela se opone, se supone que el padre hace gestiones ante el PANI, para lograr alguna adopción.

A cada golpe en la puerta la hacía estremecerse y Rafael corría a esconderse debajo de la cama. […]

Pasó un mes y ya su viejo corazón había comenzado a tranquilizarse, cuando oyó los golpes en la puerta.

—¿Quién?

—Venimos por Rafael.

Entraron sin ser invitados y la enfrentaron.

—¿Dónde está?

—No lo sé, andará jugando por allí.

—Ya veremos.

Ella apretó el rosario en sus manos: -San Rafael, San Rafael, no podés dejar que lo encuentren.

El más joven de los que habían entrado dijo en voz alta:

—Traemos una bolsa de confites para Rafael, si no está aquí nos la llevamos otra vez.

El chiquillo salió debajo de la cama y extendió su mano:

—Yo soy Rafael, démela por favor… (Pinto 2004, 26).

En «La venta» también se trata otro aspecto del proceso de adopción, la gestionada por un abogado privado, que pone anuncios en el periódico para que mujeres que no quieren o no pueden hacerse cargo de sus hijos (por lo general no planeados), los den en adopción a matrimonios interesados, los cuales están dispuestos a pagar por ello. El abogado se deja una parte y le da una suma ínfima a la madre. Lejos de todo eufemismo, se trata de una compra y venta, como de cualquier otra mercancía.

«Una vida muy corta» trata de un bebé de un mes de nacido, hijo de madre soltera, dejado abandonado en la puerta de un hogar; se infiere del cuento que es por su abuela porque, según argumenta esta al enfrentar a su hija y madre del niño:

El colmo fue volver con él. Yo creí que lo ibas a regalar el mismo día que nació…

[Porque] más pecado es traer hijos al mundo sin padre y sin dinero. Además, sos tan egoísta [le dice a la madre del bebé] que no pensás en el descrédito de todos nosotros . Nos señalarán con el dedo en la calle y tus hermanas no se casarán nunca. […] Me llevaré el chiquillo esta misma tarde (Pinto 2004, 34- 35).

A la mañana siguiente la empleada de aquel «hogar», al abrir la puerta encontró al niño muerto, como era previsible.

«La abuela» nos lleva a la tragedia que se cierne sobre dos niñas, Isabel y María, cuando su abuela cae enferma. Ella era la única persona que las cuidaba desde la muerte trágica de sus padres. La anciana es hospitalizada y el desenlace de su mal es posible que sea la muerte. Las niñas son acogidas en un orfelinato, regentado por religiosas. Un día las llevan a visitar a la señora en el hospital. Isabel, a pesar de sus escasos diez años, piensa:

Todo, todo lo haría con gusto si la dejaran salir, abandonar para siempre esas paredes de cemento y cal, los hábitos oscuros de las monjas, sus caras duras. Ver árboles, animales, el río…

—Quiero irme— va a decir al regresar enfrente del orfelinato, pero las palabras mueren en su boca, cuando el portón se cierra detrás de las espaldas de las dos hermanas (Pinto, 2004, 41).

«Mamá se fue» trata el abandono del hogar por una mujer agobiada por la penuria, que encuentra quien le ofrece una vida mejor. Ella había tenido esta conversación con su esposo:

—Elías, no aguanto más esta miseria, cualquier día me voy de la casa.

¿Estás loca? ¿Cómo me vas a dejar con siete hijos?

—Siete hijos muertos de hambre. ¿Creés que no me doy cuenta que cada día comen menos? Ya Gabriel cumplió doce años y no representa más que seis.

¿Qué puedo hacer?- respondió la voz de su padre, tan ronca que casi no la reconoció.

—Ganar más, ganar más como hacen otros.

—Sabés que tengo que ordeñar las vacas, cortar pasto, darles de comer, alimentar a los terneros y limpiar las canoas. Salgo tan rendido que no puedo trabajar en otra cosa (Pinto 2004, 45).

El castigo físico severo a los niños de parte del padrastro o de la madrastra es el tema de «Cuando yo crezca». En este caso, sucedió que

la noche anterior el hombre había llegado borracho y exigió un pedazo de carne en la comida.

—¿De dónde voy a sacarlo, si no me alcanza la plata más que para arroz y frijoles?- se defendió la madre.

—Si no estuviera aquí este carajillo, sí te alcanzaría […]

El chiquillo era José, que ya estaba harto de que el hombre lo tratara tan mal, pues escenas como esa eran frecuentes. Por eso quería crecer para poder salir de la casa y defenderse solo en la vida. Esa noche se atrevió a decirle: “¡Viejo hijueputa!”» (Pinto 2004, 51 y 53).

Lo único que el niño recuerda es verse en el hospital rodeado de enfermeras. Esto dice el relato:

Primero es el dolor lacerante en el brazo y en el costado, luego un peso ciñe todo su cuerpo impidiéndole enderezarse en la cama y el sonido de enjambre comienza a trasformarse en voces:

Tiene las costillas fracturadas y el brazo derecho con tres quebraduras, además marcas de hebilla en todo el cuerpo (Pinto 2004, 49).

«El ladrón» es un relato emparentado con el anterior, porque también involucra a un alcohólico, Enrique, y al niño Chico, su primo. Al chiquillo, lo había mandado su madre a la pulpería-cantina, a ver si le fiaban algunos productos. Tal era el hambre de Chico que quiso comer un pedazo de salchichón medio mordido que estaba, como abandonado, en el mostrador, cuyo «dueño» era Enrique. El relato finaliza así:

Todo sucede de una manera tan rápida, que nadie tiene tiempo de intervenir. Enrique saca el cuchillo de la vaina y de un solo tajo corta la mano del chiquillo a la altura de la muñeca. Chico no siente nada, sólo ve un chorro rojo que brota de su brazo, mientras la neblina se hace tan densa que todo desaparece (Pinto 2004, 58).

«La falda color lila» incursiona en el tema de la prostitución infantil, como única salida para conseguir un poco de dinero. En este caso inducida por una «amiga»:

—No te voy a decir que es bonito, pero uno se acostumbra a todo y es el único modo de ganar dinero.

—Pero sólo tengo trece años.

—Mejor, a los hombres les gustan bien jóvenes. Yo comencé a tu edad y no me ha ido mal.

—Pero…

—No empecés a poner peros, te venís conmigo y ya está (Pinto 2004, 60).

Las lacras sociales que afectan a la niñez de nuestro país son abundantes, todas bochornosas. No se agotan con los casos referidos, descritos por Pinto. Aquí solo hemos querido ofrecer una buena muestra para que el lector, independientemente de la trinchera donde se encuentre, tome conciencia y contribuya, por distintos medios, a encontrar soluciones.

Para cerrar este acápite, volvamos a la novela Tierra de espejismos, la cual también señala otro tipo de realidades vergonzosas: las posesiones en precario de tierras para cultivo; el chantaje político; la corrupción y la vagancia de algunos funcionarios públicos. Igualmente, a través de este documental, es posible darse cuenta de cómo una institución estatal creada especialmente para la atención del desarrollo agrario, asignación ordenada y normada de tierras para la producción, parece dar tumbos ante situaciones de impostergable solución, porque sus directivos y su personal no tienen el conocimiento, ni el interés, ni la disposición para hacerlo; y más bien, tratan de obtener beneficios personales. Marco Retana dice en el prólogo a la novela:

En la figura omnipresente de Ramiro-Gil vive la angustia de los hombres que miran cómo la burocracia los va engañando, cómo la justicia es para unos pocos, y cómo a menudo se malea hasta el mismo hombre del campo, de tanto ser víctima de sus propias desgracias. Todos los personajes, desde el Ramiro símbolo; desde el Chepe héroe infantil hasta el cínico Eugenio y la pobre prostituta de Mireya, pasando por los cientos de precaristas que un día se juegan el pellejo en aras de un espejismo, se van achucuyando, encogiendo, ante el santo temor que infunde una policía podrida, una burocracia hipócirta y unos gobernantes bienintencionados pero víctimas de su propio cortejo (Pinto 2004, 8).

Iglesia, religión, celibato y vocación

Hubiera sido muy difícil que los asuntos tratados en esta sección quedasen excluidos de la mirada crítica de Julieta Pinto. El sermón de lo cotidiano (1977b) es un caso singular de novela dialogada a dos voces: por una parte, la del sacerdote José, que indaga los problemas que atormentan a Silvia, hospitalizada en un hospital psiquiátrico; y otra, la de la mujer, cuyas respuestas son parcas, mediante el fluir de conciencia muestran sus estados de ánimo, acompañados de gesticulaciones y silencios. En el caso del sacerdote se da también una situación similar: vamos conociendo su pasado por sus pensamientos en voz alta. Es como si el narrador o narradora omniscientes se saliera de escena (y deviniera en extradiegético), dejando a sus personajes solos sobre el proscenio con sus peripecias y angustias.

Las novelas dialogadas llevan encriptada una pieza teatral, incluso se prestan para el cine. El fluir de conciencia en El sermón de lo cotidiano tiene como objetivo devolver en el tiempo acontecimientos decisivos en la vida de los dos personajes. Se trata del uso de la analepsis, (el flashback en el cine). En el teatro puede resolverse incorporando a la puesta en escena, el recurso del video mapping y las voces in off. También el fluir de conciencia al que se acude en esta obra se asemeja mucho a lo que en el teatro se conoce como el lenguaje de los subtextos o de corrientes submarinas, noción del dramatugro Stanislavski, para referirse al estado interior del personaje, recuerdos, heridas emocionales y posesiones mentales —noción de Daniel Gallegos— que se revelan por medio de soliloquios o lo que no se dice pero se insinúa con gestos, miradas, movimientos e incluso silencios.

En El sermón de lo cotidiano se desarrolla una serie de temas no resueltos del todo que tienen que ver con la formación de los sacerdotes, la verdadera vocación de estos para ayudar en la salud espiritual y, por qué no, psicológica de los feligreses; así como también el binomio iglesia/poder terrenal. El título peculiar porque estamos acostumbrados a que los sermones procedan de sacerdotes y prelados de la Iglesia; sin embargo, nuestra escritora se ubica del lado de la realidad cotidiana, del lado de la vivencia diaria de hombres, mujeres y comunidades, cuyos problemas, dudas y dilemas, tanto trascendentes y existenciales, como los cotidianos y pedestres deben resolver a la luz de su práctica religiosa y los preceptos de la Iglesia que, evidentemente, resultan desfasados, insustanciales, o impracticables e insuficientes. En otros términos, por una parte está la iglesia y sus representantes; y por la otra está la comunidad laica, cuyo diario vivir deviene, por sí mismo, en alocución, homilía, discurso, sermón que reclama una respuesta coherente, acorde con sus necesidades. Este es, justamente, el sermón de lo cotidiano.

José es un sacerdote al que le notamos uno análogo, el padre Manuel, de San Manuel Bueno, mártir de Unamuno, tanto por las dudas de fe que ambos tienen, como por su juicio crítico del papel de la religión en la vida cotidiana de los feligreses. A José le sumamos el controvertido asunto del celibato sacerdotal por la manera en que fue formado para el sacerdocio y el abordaje de los temas relativos al sexo, la relación de pareja, el matrimonio, y afines. Desde el primer encuentro entre el sacerdote y la mujer, en el hospital psiquiátrico, aquel nos va declarando las dudas que lo agobian y la insuficiencia de su profesión para adentrarse en el mundo enfermo de Silvia. Lo reconoce de esta manera:

Siempre la impotencia, siempre la imposibilidad de dar una esperanza donde reina el caos, siempre esta lucha estéril por atrapar un alma. Durante años el fracaso ha rondado todos mis esfuerzos. Son tan pocos los que han respondido a mis palabras, a un mensaje hecho para resucitar a los muertos que deambulan por los corredores de este edificio de muecas sempiternas y ojos vacíos. Soy yo el que congela el amor antes de repartirlo, el que seca sus propios sentimientos porque los da sin entregarse. […] Ella espera mi ayuda […] Pero no encuentro las palabras necesarias para separar los tejidos sanos y descubrir el órgano enfermo (Pinto 1977b, 11).

José admite su incapacidad como psicólogo para paliar el dolor de esa mujer; pero también su propia vida se nos revela como un universo de dudas, confusiones y una lucha constante entre sus deseos sexuales y su condición de célibe, que la iglesia le exige mantener. Cuando le confesó a un sacerdote mayor y de confianza su situación, este le aconsejó:

Tienes que rezar hasta caer dormido, hasta que tu espíritu venza el cuerpo. Es difícil al principio, luego la costumbre y los años te ayudarán». Pero es todo lo contrario. En las oraciones las letras se transforman en figuras de mujer. La «o» es un pecho entrevisto a la hora de la comunión; la «e» las piernas de la joven que me contempla cuando subo al púlpito, y así cada palabra, con cada letra. Visiones insoportables me hacen huir y caminar bajo la lluvia o la noche estrellada, con todos los sentidos dolorosamente despiertos (Pinto 1977b, 19).

Otro sacerdote le había dicho:

«Pepe, usted es un muchacho muy sensual. Debe aprender a reprimir todo lo que le produce placer, castigue su cuerpo, niéguele sensaciones agradables y se templará para la lucha». Tenía razón el sacerdote. Sentía deleite al respirar el aire fresco; el calor del sol en contacto con mi piel me hacía correr con nueva energía; el tacto de una hoja, del musgo, de una fruta, de la arena, me producían sensaciones diferentes que penetraban por la yema de los dedos. ¿Era esto pecado? ¿Este inundarse de alegría como si la luz hubiera penetrado en el cuerpo, este acariciar todas las cosas como se acaricia un paisaje con la mirada, este saber los sentidos alerta a todo lo que la naturaleza brinda? ‘Esa es la tentación disfrazada, es el comienzo del placer que culmina en el deseo incontenible hacia la carne. ¿Ves el peligro?’ No lo veía…[…] «No es por los sentidos como se llega a la unión con Dios. Hay que superar lo físico y unirse con el espíritu, con el alma». No me atrevía a preguntar qué era el alma (Pinto 1977b, 37-38).

José carece de vocación, inducido al sacerdocio desde niño por su madre, mujer santurrona, que se empeñó en que su hijo fuera sacerdote. Al llegar al Seminario tenía que oír monsergas como: «Ya lo saben, muchachos, el demonio es tan hábil que se vale de la amistad para inducirnos al pecado. Tienen que aprender a estar solos, a no dar pie para el comienzo de una relación pecaminosa» (Pinto 1977b, 29). En el Seminario se encontró con sacerdotes «que imparten lecciones con la frialdad de una máquina», que lo dejan lleno de dudas que debe resolver solo, porque los compañeros caminan silenciosos, «un buenos días casual y una mirada huidiza que evita la camaradería»; para él eso no debería ser así, porque lo considera «el cumplimiento del deber llevado al extremo» (Pinto 1977b, 43, de las tres citas anteriores).

Antes de llegar como sacerdote-psicólogo al hospital donde está Silvia, el padre José había tenido varias experiencias afectivas que no había sabido resolver, porque pesaba más en él lo que le habían dicho en el Seminario. También a la hora de escuchar confesiones de mujeres que tenían problemas matrimoniales se mostraba dubitativo y los consejos que ofrecía no se los creía ni él mismo. Así, que quedaba sumido en un mar de incertidumbres sobre su actuar, porque una cosa pensaba él como persona y otra como sacerdote, que debía acatar lo que la Iglesia predica. La novela va más allá, porque los titubeos de José, no solamente tienen que ver con cuestiones de fe, sino también con la doctrina y la forma en que esta funciona en la vida práctica. Cuando lo envían a servir a un pueblo, se enfrenta con la realidad social de los campesinos frente al poder económico. Sus superiores lo trasladan a otra parroquia, porque ven en él un hombre con ideas emparentadas con la teología de la liberación, tan en boga en los años sesentas y siguientes, que obviamente molestan a la estructura rígida de la Iglesia católica.

Debo aceptar los consejos primero y luego los regaños de una curia que no quiere innovaciones en ningún campo. Cuando llega la orden de traslado con la amonestación de que ‘se espera que en el próximo lugar no tenga dificultades con los señores que mantienen la iglesia con un desinterés de verdaderos cristianos’, tomo mi valija y huyo del pueblo (Pinto 1977b, 67).

La gota que rebasó el vaso se produjo cuando el 1 de mayo —Día del Trabajador— pronunció un discurso a favor de los trabajadores. En esa ocasión, le ofrecieron una beca para que estudiara psicología fuera del país, pues de lo contrario sería suspendido en sus funciones de sacerdote. Fue así como se hizo psicólogo. El largo proceso que implicó la atención psicológica de Silvia, no solo significará un bien para ella, sino mucho más para él. Será como una revelación:

Mañana ha de partir esta mujer, una simple mujer que me ha hecho descubrir mi vida. […] Sé, con la seguridad de mi propio descubrimiento de ser hombre, un simple hombre, que encontrará la soledad que se requiere para entregarse a ella misma. […].

Ahora he terminado con mi propia mentira y soy el hombre que negué, que escondí, que aparté con miedo. Ahora me puedo equivocar y aceptar mis limitaciones porque soy un simple ser humano. Soy […] el que empieza a ser parte de esa legión de hombres y mujeres que necesitan mi valor, mi solidaridad, mi paso firme con ellos; el que comprende por fin la misión que Él le ha encomendado (Pinto 1977b, 101 y 103).

Una revolución traicionada…, mientras la lucha continúa

En 1979 se publicó El eco de los pasos, que dedicó «a la memoria de Carlos Fonseca Amador, Amado Soler Fernández y Efraín Arroyo Blanco». En 1984, para celebrar el vigésimo quinto aniversario de la fundación de la Editorial Costa Rica, se publicaron en una colección veinticinco tomos que reunirína «las novelas más significativas de autores costarricenses publicadas entre 1900 y 1983». Entre ellas está El eco de los pasos, de la que los editores se refieren así:

Obra de cuestionamiento; en su discurso político-literario se desenmascaran los mecanismos de una ideología de poder que distorsiona la identidad social, política [y] aun personal. La revolución traicionada y los nuevos grupos de poder que emergieron de ella, no aparecen en la narración por puro capricho, sino que representan una función capital: explicar el fracaso de unos ideales. Porque El eco de los pasos es la historia de una desilusión, la plasmación novelesca de una claudicación (Pinto 1979, 18-19).

La razón de ese nuevo texto, la autora misma se encargó de explicarla:

A veces los recuerdos se esconden en las capas de los sueños, crecen con los años y estallan un día buscando la salida. Es entonces cuando se escribe la historia que recoge lo que fue y lo que soñamos que fuera. El eco de los pasos es el eco de la gesta del 48, la gesta de un grupo de valientes que arriesgaron su vida cómoda para terminar con un sistema de corrupción y violaciones. Es el eco de la lucha por la pureza del sufragio y por unos ideales de justicia que se diluyeron en el tiempo. Y el tiempo los sepultó en mi memoria hasta que el encuentro con la figura poderosa de Carlos Fonseca Amador agrietó el muro que protegía esos recuerdos y estos se desbordaron en torrentes hacia el presente.

Las conversaciones con el líder nicaragüense, quien guardaba prisión en nuestro país, abandonado por todos los partidos políticos; su actitud ante la vida, el ideal que iluminaba sus pupilas a través de unos gruesos lentes, el valor que lo llevó a la decisión de entregar hasta su propia vida para terminar con el tirano que destruía a su pueblo, descascararon la corteza de escepticismo político que me protegía y surgió, con más fuerza, la fe en el ser humano y en su condición de luchador infatigable por la libertad y la justicia».

Por consiguiente, están despejados los terrenos a los que la narradora se acercará y la posición desde la que lo hará. Fonseca Amador fue un intelectual y político nicaragüense, cofundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional, en 1961, para luchar contra la dictadura somocista; Amado Soler Fernández era un revolucionario antitrujillista que, en su momento, se unió al combate contra Somoza; Efraín Arroyo Blanco fue un costarricense, con grado de teniente, que en abril de 1948, en los inicios de la Revolución, fue herido de bala por las fuerzas gobiernistas, en lo que se ha llamado «la toma de Cartago»; falleció unos días después.

Fonseca Amador había ingresado a Costa Rica a finales de la década de 1960, con la idea de buscar ayuda para la compra de armas, y había sido confinado en la cárcel de Alajuela, acusado de tener nexos con un robo cometido a una sucursal del Banco Nacional de Costa Rica. Un comando afín al guerrillero intentó rescatarlo y se enfrentó a la policía. En la refriega, un integrante del comando hirió de forma mortal a un policía costarricense. En la confusión, Fonseca Amador fue liberado, pero el vehículo en el que viajaba fue capturado y el guerrillero fue nuevamente llevado a prisión, en condiciones de máxima seguridad, junto con otros compañeros. Fueron liberados por el gobierno de Costa Rica, en ese momento presidido interinamente por Manuel Aguilar Bonilla, y enviados a Cuba, donde tenían un refugio seguro. Fonseca Amador murió en combate, en Nicaragua, en noviembre de 1976.

En el inicio de la novela, dos jóvenes buscan a Ernesto, al que consideran un hombre influyente en los círculos políticos para que les ayude a liberar a Carlos Fonseca, que está preso. Ernesto, que según dice está retirado de la política, revive, de esta manera, su participación, en primera fila, en la lucha armada liderada por José Figueres Ferrer, en 1948. Utilizando nombres, lugares y acontecimientos semificticios aunque fácilmente reconocibles repasa una historia que hoy por hoy consideramos todavía reciente, que pone en paralelo aquella lucha e ideales de 1948, en Costa Rica, con la que se estaba librando en Nicaragua, uno de cuyos protagonistas fue Fonseca Amador.

El eco de los pasos rememora cómo los muchachos que lideraron el movimiento revolucionario del 48 en Costa Rica se reunían todas las semanas «en un local alquilado, y con verdadero empeño, se entregaban al estudio y discusión de los temas más importantes. Tenían en común el deseo de cambiar una estructura caduca que marginaba a las clases trabajadoras, y era el primer intento serio, en muchos años, por enfrentarse a la realidad del país» (Pinto ٢٠٠٥b, 5); alude al Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales. A partir de ese hecho, nos lleva por una cadena de acontecimientos conocidos de la historia, como el fraude electoral, la huelga de brazos caídos en el comercio y los bancos, la manifestación de las mujeres que estuvieron horas y horas esperando una respuesta del presidente y que terminaron dispersadas mediante ráfagas de metralla, en una ciudad a oscuras, porque habían cortado el fluido eléctrico. Luego, la forma en que los opositores al gobierno se organizaron, la estrategia que siguieron, el abastecimiento de armas, los enfrentamientos en diferentes puntos del país, los caídos en combate, los canales utilizados para transmitir las noticias, etc., hasta que, finalmente, los alzados, al mando de José Figueres —solo José, en la novela— resultaron vencedores, con un inicio muy prometedor de proyecto político-social y organización del Estado. No obstante, conforme pasaban los años, fue llegando la enorme desilusión, porque, como los que habitamos este país sabemos, todo aquel castillo, lastimosamente, se fue cayendo a pedazos.

Ernesto decide darle curso a la petición de los seguidores de Fonseca Amador, al que visita en la cárcel, en razón de que sus palabras, «aunque repetidas hace muchos años, en su boca adquieren la fuerza de lo auténtico» y porque

ejerce una atracción vital tan fuerte, que lo escucho con emoción. Sus palabras acerca del ideal, la lucha continua contra una tiranía hereditaria, la esperanza de salir de la cárcel para continuar esa lucha que debe culminar con la libertad de todo el pueblo, chocan contra las paredes como un reto a la suciedad, a las caras de los presos, a las dudas que había tenido por las molestias que podría ocasionarme este encuentro, los compromisos que no deseaba adquirir, a esa comodidad que yo buscaba y que ahora ha desaparecido. Más que pensar, es un sentir lo que provocan sus palabras, sus gestos, el brillo verde de los ojos a través del cristal grueso de sus gafas de miope. Me parece conocerlo desde siempre, como si fuera una parte de mi ser, la parte que aún después de veinticinco años no quiere claudicar, la parte que yo oculto, como defensa para sobrevivir en un mundo que avanza o retrocede en medio del dinero, la ambición y el poder (Pinto 2005b, 37).

Ernesto reconoce haber hecho poco a favor de las ideas de justicia que los motivaban en aquellos años; él simplemente se había retirado del campo de brega, «cuando comencé a notar que los hombres a mi alrededor cambiaban y que el deseo de poder y de lucro ahogaba las ideas antes defendidas» (Pinto 2005b, 60). Fonseca Amador opina, acerca de la revolución de 1948, que tan desencantado tiene a Ernesto:

La revolución de ustedes fue el triunfo de la clase media. Tú y otros cuantos se quedaron perdidos ante el embate de una mayoría con más agallas que ustedes, o quizá con más deseos de poder. El ideal de justicia se quedó en el tintero y las gentes campesinas siguen marginadas como antes de la revolución (Pinto 2005b, 61).

Y Ernesto debe aceptar, muy a su pesar, que

tiempo después de la revolución surgió un grupo con una voracidad increíble, con el hambre acumulada de muchos años de ayuno. En los nuevos barrios residenciales nacieron casas de un tamaño nunca visto y con un lujo desconocido para la austeridad de los hombres, que por tantos años habían dirigido los destinos del país. El despilfarro en ropas, fiestas y objetos de adorno, me dejaba asombrado cuando de vez en cuando aceptaba invitaciones, y el olvido absoluto y total en que se dejó al campesino, me enfurecía (Pinto 2005b, 61).

Esa furia deviene con mayor acritud, al darse cuenta que el grupo que luchó por verdaderos ideales, no existe:

[…] los descubro detrás de los escritorios elegantes, en las curules de los diputados, en las directivas de los bancos, dentro de los automóviles lujosos, o tomando el avión para representar al país en alguna conferencia mundial. Ocupados. Muy ocupados todos, forjando el país del mañana, mientras continúo viendo tugurios, maltrato de niños, desnutrición, desocupados, anillos de miseria que crecen alrededor de esta ciudad, como crece el tamaño de los edificios y el número de carros que circulan por las calles (Pinto 2005b, 117).

En esta novela queda expuesto, directa y claramente, un proyecto político-social muy atractivo que se fue quedando en el camino. Sin embargo, la novelista aprovecha otros escritos para machacar sobre este mismo asunto. Tal es el caso de El lenguaje de la lluvia, en que Lucía le habla a Felipe de su deseo de «hacer algo que me hiciera sentirme más útil, más persona, de mi necesidad de ayudar a los niños, de ese deseo que había surgido en mí desde mi más tierna edad»(Pinto 2000a, 46). La respuesta de Felipe (un individuo que representaría a los «muy ocupados» de los que habla Ernesto) fue desalentadora para ella: «Sseveramente me dijiste que eso no me incumbía, que ustedes, los hombres del partido, se ocuparían de terminar con la miseria en un futuro próximo» (íbidem). También estarían en ese grupo de los «muy ocupados», por ejemplo don Mario, don Ronald y Eugenio, de Tierra de espejismos.

Para niños y adultos-niños

Un apartado importante de su creación literaria de Julieta Pinto está dirigido a niños y hasta a adultos-niños. Algunas de sus obras de esta modalidad están bellamente ilustradas, porque ella conoce la significación y el atractivo que tienen las imágenes en los pequeños para despertarles un mundo fantástico que les hará mucho más interesante la historia que se cuenta. Además, los libros ilustrados contribuyen a que que sus jóvenes lectores se interesen por la lectura si se les ofrece de una manera más amena y estimulante. Los padres y educadores que utilizan libros de cuentos ilustrados ven facilitada la enseñanza, porque a partir de las ilustraciones pueden ampliar el horizonte de conocimientos y habilidades de sus pupilos y hacerlos más creativos.

En el caso de Julieta Pinto, tenemos el cuento David (2005a), ilustrado por Félix Arburola6. Según la presentación que se hace de él hacia el final del libro: «Todo lo que dibuja se transforma en una fantasía propia y universal que ennoblece la visión del mundo, de la naturaleza y de los objetos» (Pinto, 2005a, 119). Esta publicación tiene, entre otros atractivos, los siguientes: todas las páginas contienen imágenes; la numeración de los capítulos es a color y cada uno lleva una pequeña viñeta alusiva; y, a letra capital de la palabra con la que inicia cada uno de los veintidós capítulos, fue dibujada y coloreada por el artista. Por las ilustraciones desfila el protagonista, con su pierna enyesada, a quien Arburola dibuja en muy diversos lugares y momentos de su historia: su dormitorio, con juguetes y amigos; los animales domésticos, su padre y su madre y otros personajes adultos, que son parte de la historia; así como paisajes variados. El protagonista vive en una casa en el campo, rodeada por la naturaleza.

David es un viaje de aprendizaje, la inserción del niño en un mundo real, en el que experimentará alegrías, momentos tristes, temores, dudas, dolor, sueños, preocupaciones, risas y llanto. Un niño que debe estudiar, cumplir sus deberes, al mismo tiempo que disfruta de sus juegos, paseos y encuentros con sus amigos, que lo adentrarán en el conocimiento de las diferencias de cada uno de ellos. Además, este viaje de preparación para la vida lo llevará por la naturaleza y sus criaturas, pequeñas y grandes; árboles, plantas, flores; y por supuesto a descubrir el mundo de los fenómenos naturales. Indudablemente parte de la formación de David son los cuentos con los que lo entretiene su abuela Amy. El relato lo narra el protagonista, pero da cabida a otras voces que enriquecen la diégesis de la historia. En algún momento sabemos que los padres de David está separados:

[…] Pero eso era en otro tiempo, cuando vivía con nosotros y no se había ido a otra casa. No quiero pensar en eso, me da tristeza y como la gente grande es tan rara, no la entiendo. Ahora viene a verme, pero no todos los días. Mamá es la que me cuida y con el jardinero me pasa de la cama a los almohadones de la sala y juega naipe conmigo y me acaricia la cabeza cuando me duele mucho la pierna. Amy, mi abuelita, viene a contarme cuentos. Me ofreció escribir un libro con los que más me gustan y dijo que me lo iba a dar el día que esté yo sano y corra por el jardín como antes, me suba a los árboles a comer frutas y llegue al río primero que los demás (Pinto 2005a, 10).

En este y otros aspectos David está hermanado con El niño que vivía en dos casas (2002). El protagonista también se llama David; su bisabuela Amy. Tiene varios aspectos en los que nos debemos detener: (a) está estructurado con un prólogo, diecinueve capítulos y un epílogo; (b) tiene dos tipos de ilustraciones: las capitulares, a color, realizadas por David Kogel Calvo; y las internas, en blanco y negro, a cargo de Laura Solano; (c) la tapa de la edición la diseñó Carlos Fernández, a partir de una ilustración de Laura Solano; (d) la tipografía de la primera letra es versal mayor, de la familia «script», y a color; (e) la numeración de páginas se ubica en el borde inferior (a derecha e izquierda), inserta en un tablero que un pequeño ratón sostiene con los dientes. Según se sabrá por el epílogo, David ya tiene siete años y ha perdido dos dientes, que debió de dejar bajo la almohada para que un ratoncillo se los llevara y en su lugar le dejara un regalo. David, el protagonista reaparecerá en el cuento «Pizco» (2008), como se verá, lo que significa que hay una pequeña saga de los David que podrían aludir al entorno familiar de la vida real de la escritora.

El prólogo le sirve a la autora para presentar a David, cuando llega al mundo, en un ambiente cargado de cariño familiar, el cual finaliza así:

Amy, su bisabuela, lo tuvo entre sus brazos y se sintió embrujada por un lazo de amor que nació ese día y continúa ahora, más profundo e intenso. Desde entonces lo observa en su amor por sus padres, el desgarre de un divorcio temprano, la alegría de sus días en las casas de ambos, ese pensar profundo en que no dice nada y se adivina poco (Pinto 2002, 10).

El epílogo, por su parte, tiene la función de cerrar un ciclo en la vida del protagonista, David, y de finalizar también la narración. No obstante, es también una puerta abierta, según leemos:

David entra hoy a la escuela y aquí termina mi libro de cuentos, David es ya un niño sin dos dientes, pantalón largo y bulto lleno de útiles. Tiene sueños, esperanzas y alegría conservada a través de las vicisitudes que ha vivido. Adora a sus padres, abuelos, tíos y también a Amy.

Hoy dejo plasmados sus logros y diabluras, para que si un momento de tristeza lo invade, se acerque, tome el libro en la mano y florezca la risa. Y que jamás olvide que la vida es de amor y alegría aunque tenga días tristes (Pinto 2002, 119).

El niño que vivía en dos casas cuenta las vivencias de un niño pequeño, de las enseñanzas que recibe de sus padres, abuelos y de Amy. En este cuento, los juguetes de peluche, Fantín el elefante, y Osito, los árboles y las plantas, cobran vida e interactúan con David. También el perro, de nombre Zeus, es un personaje importante en el relato.

Fantín conversa con David acerca de por qué riñen los padres:

—David, ¿por qué pelean los papás de uno?

—Ay Fantín, si yo supiera… Los míos por eso viven en casas diferentes— dice Amy que no se llevan, que son muy distintos.

—Pero por eso no tienen que decirse cosas feas cuando se encuentran.

—Tenés razón. Quisiera que mis padres no pelearan nunca, para estar yo tranquilo y ellos también. Pero como eso no puede ser, lo mejor es como dice Amy, no hacerles caso, porque la gente cuando se hace grande se vuelve muy rara.

—No todos, David.

—No, no todos. Amy dice que cuando sean más viejos dejarán de pelear y serán muy buenos amigos. Mientras ellos crecen aprovechemos a jugar […].

Desde ese día, cada vez que su papá y su mamá pelean diciéndose cosas feas, David y Fantín sonríen para sus adentros, porque saben que es un día menos para que sus papás se hagan amigos… (Pinto, 2002, 41-42).

Este título, de igual manera que ocurre en David, pasa el pequeño protagonista por los laberintos de la vida y del aprendizaje. El capítulo vii da cuenta del amor de la autora por la naturaleza, aspecto ya referido páginas atrás. David se encuentra unos árboles cortados y se pone triste. Uno de los árboles que quedan en pie le habla al niño de esta manera:

—Prométeme, David, que cuando seas grande nos vas a defender, si no, este bosque que tanto te gusta, se convertirá en un potrero sin árboles ni canto de pájaros. ¡Pobrecillos!, han huido atemorizados por la pérdida de sus nidos y su pichones, pero si los árboles que aún quedamos, extendemos las ramas cubiertas de hojas, ellos volverán otra vez.

David escucha acongojado:

¿Qué puedo hacer yo?

—Decile a Amy lo que nos ha pasado y rogale que lo escriba para que todos los niños lo lean y cuando sean grandes nos defiendan (Pinto 2002, 46-47).

En este viaje de aprendizaje no falta la experiencia infantil de orinarse en la ropa y la forma en que se puede tratar para que el niño no se sienta mal, relatada en el capítulo ix; o la preparación emocional por la llegada de un hermanito, en el capítulo x; o cuando se percata de que el «Niño Dios» no es el que trae los regalos de Navidad; o cuando tienen que llegar los bomberos porque una pequeña fogata se salió de control y se convirtió en incendio forestal; o el viaje a la playa donde conoce el mar o que lo lleven al cine.

La lagartija de la panza color musgo (1986), otro título de literatura infantil lo ilustró la diujante Vicky Ramos. Es un cuento corto, que se complementa con las ilustraciones tanto las de la portada como la contraportada, a color y las que figuran en todas las páginas en blanco y negro. En el relato se presenta el pequeño mundo de una familia de pajaritos, uno de ellos Robin, una lagartija cuya panza es color musgo y un voraz gato de la vecindad que trata de cazar Robin. La lagartija termina salvando a Robin. Este relato es útil para transmtitir valores como la obediencia a los padres, la convivencia pacífica, la ayuda a los otros y la necesidad de la cooperación en la vida diaria. Igualmente, para que sepan no solo de los peligros que los acechan, sino que alguien o algo que vislumbramos como un estorbo en nuestro camino, puede resultarnos providencial.

Historias de Navidad (1988), compuesta por diez relatos, ilustrados por David Kogel González. Reaparece David, en otro papel. Son cuentos relacionados con el «belén» —el «pasito» en la cultura popular costarricense— y sus figuras principales, en particular el Niño, que se revela como el «hijo de Dios», en la tradición cristiana, nacido para predicar el amor entre la humanidad. A modo de preámbulo, son estas palabras de su autora:

Releyendo las historias del nacimiento del Niño Jesús, comprendí que no podía dejarlas pasar desapercibidas. Los animales de los alrededores, la niña y la estrella llegaron a visitarlo. Así me di cuenta de la importancia que tuvieron la mula y el buey. Su vaho entibió el ambiente frío de aquella noche y el Niño supo de la ternura de los animales.

La curiosidad los llevó hasta el establo, pero la mirada del Niño Jesús, creó lo sobrenatural de sus vidas. Después de recibir su sonrisa, no podían ser los mismos: sintieron la presencia de un amor que se extendería por el mundo, más allá de las fronteras, hacia todos los seres de la creación, para convertirse en el aliento de una nueva humanidad.

De allí nació la necesidad y el deseo de recrear la historia de la flor, el petirrojo, la oveja, el ratón, la estrella, etc. La cercana presencia del Niño Jesús colmó sus vidas de un amor, que espero se contagie a los niños y adultos que lean estas páginas.

«El pez azul» es otro cuento incluido en los mencionados Cuentos de la tierra. Como todos los de esa primeriza entrega literaria, presenta un grabado de Francisco Amighetti. La edición independiente del relato, de 1996, presenta ilustraciones a color, en la tapa y en la contratapa, y en blanco y negro las internas, de Víctor Julio Bravo Araya. Suponemos que la escritora tenía motivos para que ese texto figurara como una publicación separada, razón por la cual ahondaremos en algunos aspectos de su contenido. Por una parte, la autora se ocupa de abordar un tópico recurrente en la literatura en general, como es el viaje, en tanto metáfora de la vida misma, que comienza desde el día en que nacemos, o si se quiere ver así, desde que somos concebidos. Por otra, se manifiesta el tópico del viaje de aprendizaje, de particular significado, pues al niño «todo le interesaba y le emocionaba, pero desde que conoció el pez azul [que había visto el día anterior en la isla La Uvita], las cosas se esfumaron en un kaleidoscopio de figuras y paisajes que le sirvieron de fondo a su ideal»(Pinto 1996, 15).

Se trata de un niño que hace corto un viaje, con su madre, por avión desde algún sitio de la capital hasta el puerto de Limón, en el Caribe costarricense, para luego tomar un autobús que los llevaría al hotel donde se hospedarían. A ello se suma un viaje en lancha hasta la isla Uvita. Esta experiencia le permite al niño descubrir algunos especímenes de la fauna y flora marinos, así como la exuberante vegetación de una de las zonas del país más ricas en ese aspecto: «La belleza del trópico en el Atlántico sobrepasa todo lo imaginable» (Pinto 1996, 11), dice la narradora. Además, accede a una conciencia del fenómeno étnico, aspecto emblemático por la zona que visita el protagonista: la provincia de Limón.

Desde el principio, la narración le hace un guiño a una de las señas de identidad del ser humano, que no siempre es para bien, pues al niño, al sentirse en las alturas, muy cercano a las nubes: «Le hizo experimentar esa embriaguez de poderío y fuerza que siente el hombre cuando logra vencer a la naturaleza, aunque sea sólo por breves instantes» (Pinto 1996, 8) El lenguaje poético permite regodearse en la descripción del paisaje que se ve desde las alturas, con la pasión y embeleso de una criatura candorosa. Esto hace que «El pez azul» sea una de las lecturas más exquisitas, para cualquier lector:

Los ríos sin movimiento parecían dormidos, como si por sortilegio se hubieran inmovilizado, y los árboles crecían al acercarse al mar, no sólo por la pérdida de altura del avión, sino porque la vegetación se hacía más alta y fuerte, como si quisiera oponer su fuerza al mar y demostrarle que estaba dispuesta a luchar si la invadía (Pinto 1996, 8).

El mar era una copia en un tono más oscuro del cielo, y las crestas de espuma parecían pinceladas blancas que rompían la monotonía del color.

La isla inhabitada [se refiere a La Uvita] era un refugio de árboles y de hierbas, una mancha verde oscuro que competía con el brillo del azul que la rodeaba, y sus costas de coral la defendían de la furia de las olas en las noches de tempestad…

En los días de calma, cuando la marea subía, el agua, desesperada por salir, se elevaba en chorros de espuma al encontrar un hoyo en el coral. Subía varios metros y caía agotada por el esfuerzo (Pinto 1996, 17).

Empero, como era de suponer, la escritora no se queda ahí, sino que aprovecha su escrito para llamar la atención sobre los niños limonenses y sus condiciones de vida:

Un viaje en autobús pasando por casas destartaladas y cuyos corredores contenían negritos de todo tamaño. Con la barriga desnuda y el ombligo saltado como un botón mal puesto, agitaban frenéticamente los brazos, saludando al chofer. Probablemente el paso del camión era una de sus entretenciones favoritas que les distraía el hambre que padecían sus cuerpos jóvenes. Se notaba la miseria en las casas en pedazos, en la gente con harapos y en las caras macilentas de los viejos, cuyo cuerpo encorvado y su color oscuro los hacían semejantes a milenarias estatuas (Pinto 1996, 10).

Finalmente, el último componente de los títulos de Pinto, de su catálogo literario para niños, es Pizco (2008), con ilustraciones de Georgina García Herrera. Es la historia de un perro, cuyas compañeras de juego son La Negra y Ámbar. La vida de Pizco no difiere en nada de las peripecias de los humanos. El perro necesita alimento material y alimento para su alma, que es el cariño y él responde a esos estímulos con agradecimiento, que se refleja en sus miradas. Como los humanos, tiene personas de su preferencia, sus amigos, e igualmente, se muestra distante con otras. También el perro sufre cuando se enferma o cuando se pierde y refleja el agradecimiento con movimientos y otras muestras. Con este relato Pinto cierra su ciclo de cuentos y relatos dirigidos al público infantil, aunque también para adultos: padres, madres y docentes encontrarán, en este material, un bagaje suficiente para la educación de los niños.

No obstante, la novela Entre el sol y la neblina (1987)7 se puede ubicar en esta sección. Tiene como característica estar ilustrada con dibujos alusivos, tanto en la tapa como en el interior, a cargo de Sonia María Calvo Chaves. En la contratapa se dice. «Se convierte en una obra trascendental de nuestra novelística, con pasajes llenos de dramatismo y ternura, logrando que el lector se identifique plenamente, haciendo suya esta hermosa novela». El lugar que sirve de escenario a los hechos narrados es el más alto de los montes de la región de Coronado (el Iral), o Vázquez de Coronado:

se pobló de árboles gigantescos y sus melenas despeinadas todavía juegan al escondite, en el invierno con las ráfagas de neblina y en el verano con los rayos del sol. Cuando el aire es transparente, las noches tiemblan en explosión de estrellas y gotean en los arroyos la multiplicación de sus luces. Entonces sale el cuyeo a recorrer los caminos y su queja se duplica con el eco (Pinto 1987, 9).

El Iral y los valles que forma a sus pies son motivos recurrentes en la obra literaria de Julieta Pinto. El Iral constituye el locus amoenus, el paraíso, el lugar de la belleza suprema, de la naturaleza en estado puro, que la escritora contrasta en varias ocasiones con la vida contaminada, ruidosa y amenazante de la ciudad. Entre el sol y la neblina es un viaje de aprendizaje de un niño, a quien instruye su maestro y guía, «un viejo de ojos claros y corazón de miel», quien no llevará un bulto de libros bajo el brazo, sino solamente «el libro de los días». Por lo tanto, será un aprendizaje eminentemente pragmático, con base en la sabiduría de su tutor.

La novela se abre con un prefacio que marca el horizonte de expectativas para el lector, y dieciséis capítulos no identificados como tales pero sí numerados. El primero pone al tanto de que Carlos Luis, ya no «chiquillo», recibe la noticia de la inminente muerte de Rafaelito, el que fuera su maestro. En el último capítulo, sabemos que el pupilo ha llegado a tiempo a la casa del «viejo de ojos claros y corazón de miel», para acompañarlo y despedirlo en su viaje hacia lo eterno. Carlos Luis no se hubiera perdonado otra cosa: «¡Rafaelito! Su nombre unido a la lluvia, a la neblina, al sol de la mañana, al olor a establo y a terneras, a esa niñez mía que comienza a perderse en el tiempo, a esos doce años y mi primer día de trabajo!» (Pinto 1987, 10).

En cuanto a su estructuración narrativa, principio y fin se unen para enmarcar el contenido de los restantes catorce capítulos. Adicionalmente, el primer capítulo tendrá la función de desenrollar el carrete de la vida de Carlos Luis al lado de su maestro, Rafaelito, primero, y luego, por su cuenta, en un afán de abrirse a nuevas perspectivas en su vida laboral y personal. La enseñanza del maestro y el aprendizaje del niño serán pragmáticos, marcados por el día a día en una finca lechera. Le enseñará los nombres de las plantas y árboles, el mejor tiempo para podar, la forma de trabajar y el cariño con el que deben hacerse las tareas, cómo es el nacimiento de los animales; en suma, la vida de trabajo en una finca. La escritora aprovecha este título novelesco para dar cuenta de los cambios en las prácticas agrícolas y ganaderas, como la introducción de tractores y otros aparatos, la inseminación artificial, la colocación de cercas eléctricas internas —para separar las áreas de pastizales— y las externas de las fincas. También las costumbres familiares, sociales y religiosas.

Un rasgo en la narrativa de Pinto es el tono poético que les da a muchos de sus pasajes. Entre el sol y la neblina ofrece un pasaje emblemático en este sentido, hacia el final de la novela, que transcribimos a continuación:

El muchacho se recuesta contra la pared, para soportar el dolor que súbitamente lo ha atrapado. En el aire inmóvil ha quedado un murmullo de voces acumuladas: las vecinas rezando letanías al pie de la cama, los pasos fuertes de los hombres, las risas entrecortadas de los niños. Hace un esfuerzo por captar las palabras del viejo, quizá invocando su nombre, pero ya se han diluido en el vaho de la neblina. Levanta los ojos hacia la montaña. Un resplandor diseña el perfil de los árboles de Ira y la cadencia de sus melenas oscuras. La estrella más grande de todas, la de sus sueños de niño, parece decirle algo. Se siente arropado por la tibieza de los recuerdos, la cálida sonrisa de Rafaelito flotando en el aire transparente, su amor derramado en el paisaje, los animales y los hombres, y el eco de sus palabras cuando le enseñó a reverenciar la vida (Pinto, 1987, 81).

Un trozo de la historia patria: Tata Pinto

En una de las solapas de la edición de Tata Pinto (2005c), se lee que su autora, la «laureada novelista va contando una historia personal y familiar enmarcada dentro de una apasionante, violenta y minuciosamente reconstruida historia política, todo lo cual hace de esta novela, Tata Pinto, un verdadero acontecimiento de nuestras letras, dada la calidad tanto del tema como de la autora». El también novelista Sergio Ramírez, en su artículo «Hermanas de leche» dice:

La novela en América Latina ha dado cabida siempre a lo inverosímil, porque lo inverosímil está en la realidad y en los hechos de la historia que por eso mismo nos llenan de perplejidad.

Siempre nos hemos movido entre la sorpresa y el asombro, la exageración de lo real y la incredulidad ante lo verdadero, acostumbrados a ver la historia como novela y la novela como sustituto de la historia, porque ambas parecen vivir en el mismo territorio tan dual de la imaginación, como hermanas de leche que son. Es lo que deberíamos llamar la anormalidad constante. Y eso de que tantas veces no podamos distinguir entre hechos reales y hechos de la imaginación, hace que entre la historia y la novela se cree un tráfico de intercambios, y así ambos se llegan a prestar sus instrumentos y sus procedimientos a la hora de narrar. Se supone que la literatura miente, y que la historia dice la verdad. Pero ¿quién miente a quién? (Ramírez, 2015, 19-a).

Antonio Pinto (el «Tata Pinto») y Rosario son los antepasados de la escritora, que cobran vida en esta novela. Su telón de fondo es un trozo de historia patria, con los protagonistas conocidos cuando estudiábamos la historia de Costa Rica. La novela está dividida en dos partes: la primera se refiere al período 1810-1837; la segunda, entre 1842 y 1860. Ambas partes se unen por el hecho singular de la firma, el 11 de setiembre de 1842, por Antonio Pinto de la sentencia de muerte del abanderado de la Unión Centroamericana, Francisco Morazán y su fusilamiento en una fecha, por sí misma emblemática: 15 de setiembre.

Este nuevo título de Julieta se plantea como una obra escrita al alimón, una forma muy singular y atractiva como estrategia narrativa, por Antonio y Rosario, los fundadores de la estirpe Pinto en Costa Rica, quienes trasladarán a los lectores de hoy las vicisitudes de un pasado con algo de mítico. No obstante, dadas las costumbres de la época, el espacio de la mujer era el doméstico; mientras que el del varón se dedicaba al trabajo fuera del hogar y también tenía la oportunidad de llevar una vida pública, como en este caso, en que Antonio llega a ser un militante político que se insertará de lleno en los distintos hechos acaecidos antes y después de la independencia patria, en 1821. Ambos relatos, el de Antonio rememorado por él, y el de Rosario, a partir de los folios de su diario personal, se complementan y constituyen, por una parte, la historia (Antonio); por la otra, lo Unamuno denominó la intrahistoria (Rosario).

Antonio, navegante portugués y oficial de marina que recala en el puerto de Puntarenas, en un barco mercante, y Rosario, una joven capitalina que lo conoce mientras pasa unos días con su familia en el puerto, son el punto de partida de la diégesis. Su matrimonio tuvo lugar en 1812. Todo apunta a un amor a primera vista, porque Rosario dejará escrito en su diario que al ser presentada al marino «levantó los ojos, sin imaginar que quedaría presa de esa mirada» Pinto 2005c, 7); mientras que Antonio está convencido de que a pesar de haber vivido en sitios tan diferentes, el mar y la montaña «pueden caber en un mismo celaje» (Pinto 2005c, 10) y rememora:

Sabía que Rosario era la mujer de mi vida y ante esta situación estaba dispuesto a enfrentar todo escollo que se presentara. Soy un hombre práctico, y aunque sabía, como dije, que estaba enamorado de ella hasta los huesos, me daba cuenta de que habría cambios difíciles en mi vida y estaba dispuesto a asumirlos. […] No podía creer que este milagro me hubiese sucedido a mí, a mí, que vivía cada día sin más preocupación que lo relativo al mar; había sido mi hogar, con toda la amplitud de su espacio y el movimiento sin fin (Pinto 2005c, 14).

Antonio, como persona nacida en otras tierras, narra como novedoso todo lo que se le presenta a los ojos: las costumbres, las comidas, los alimentos, la práctica religiosa, la vida familiar, las actividades sociales, la vida pública, etc. de la Costa Rica del siglo xix. Así, los lectores de hoy tendrán la oportunidad de reconocer la vida pueblerina de épocas pasadas. El otrora marino comenta, ya hacia 1822, su inserción en la sociedad costarricense:

Con el tiempo mi calidad de extranjero se fue perdiendo, pues consolidaba mis nexos afectivos con este pueblo que me había adoptado y de manera definitiva. Por eso los acontecimientos que ocurrieron a partir de la noticia de la independencia de España, me afectaron como a cualquier otro ciudadano, y compartí las responsabilidades que traían esos cambios, al igual que todos los costarricenses (Pinto 2005c, 43).

En Tata Pinto su lenguaje alcanza tonos poéticos, como en este pasaje, relatado por Antonio:

Me asombraba el país de mil maneras. Era tan diferente a otros lugares que había conocido, que no importaba hacia dónde dirigiera los ojos, cuando algo inusitado me sorprendía. Centinelas de vigilia parecían estas altas montañas que rodean el valle. Bosques verdes, insondables, que casi impiden penetrar la luz, tan cercanos a la ciudad, que dan la impresión de devorarla en cualquier momento. Lianas, flores de extrañas formas y colores, son centro de un mundo de insectos que zumban en constante bisbiseo y estremecen la selva (Pinto 2005c, 27).

O este otro que se lee en el diario de Rosario, referido al viaje de bodas:

Esa tarde, contemplamos el mar sereno, casi silencioso. Antonio me toma en sus brazos. Nos amamos con una locura brotada del mar y la densidad de la noche. Intuyo que algo inusitado, atávico y misterioso toma mi cuerpo por asalto y lo hace vibrar con la fuerza del universo (Pinto 2005c, 32).

Ese mismo momento lo evoca Antonio de esta manera:

Y entonces sucedió lo asombroso. No creo en el dios de iglesias y pecados, aunque he sentido a Dios en alta mar como una inmensa fuerza que me arrebata y lo he palpado en la vida que se escapa a un moribundo. Una noche, en la playa, lo sentí entre Rosario y yo. No podría decir qué fue diferente, sólo que fue algo inusitado. Mi deseo del mar se transformó en un amor, quizás menos violento, y supe que el hombre busca su unión en la pareja, para estabilizar su anhelo de aventuras. Pocos días después me comunicó Rosario que íbamos a tener un hijo (Pinto 2005c, 33).

En el mundo narrado de Tata Pinto desfilan los acontecimientos sociales, económicos y políticos más relevantes de la historia patria, desde actos fundacionales como la emisión del «Pacto social fundamental interino de Costa Rica» —el «Pacto de la Concordia»—, la primera constitución política, pasando por las luchas armadas, como la batalla de Ochomogo, la unión de Costa Rica a la Federación Centroamericana, las disputas por la capital del país, la llegada de Braulio Carrillo al poder, el cultivo del café y su promoción en el extranjero. La guerra contra los filibusteros, la peste del cólera, y otros hechos relacionados; los fusilamientos de Mora y Cañas, en fin…Y por supuesto, la figura de Francisco Morazán, que ocupa gran parte de la historia narrada; la insurrección contra este líder centroamericanista y su fusilamiento.

La novela la cierra Antonio. Estamos hacia 1860. Son sus últimos días en ese mundo; una mezcla de ficción y hechos reales, que han prestado sus instrumentos y sus procedimientos para que la escritora muestre un extraordinario relato.

Al final del camino, entre la ira y el dolor

La última novela publicada por Pinto es El laberinto de los recuerdos (2010). El título y el diseño de la portada (Daniel Villalobos Gamboa) se complementan para que el lector se haga una idea de qué se encontrará en sus páginas. Al iniciar la lectura de este texto, tengamos en mente lo que sostiene el pensador Eduard Punset: «Recordar exige saber descartar de la memoria algo irrelevante en favor de los recuerdos fijados con una finalidad precisa» (Punset 2010, 199); palabras que complementamos con las de Daniel Gallegos, en cuya novela El pasado es un extraño país se lee: «La memoria es un estilete que corta, abre y vuelve a cortar una y otra vez en busca de detalles misteriosos olvidados, a veces tumores malignos que se esconden en espacios recónditos para estallar arteramente, con impurezas de rencores acumulados».

Con evidentes referentes autobiográficos, podría calificarse como el epítome de una serie de temas, personajes y experiencias por los que la escritora ya ha transitado en la obra de nuestra autora; en esta los rescata de la memoria porque fueron «fijados con una finalidad precisa», a pesar del «poder regenerador del olvido», como diría Punset, o de las lobotomías voluntarias que nos practicamos para desconectarnos de la memoria y convertirla en ese extraño país de Gallegos.

La narradora dice: «No quiero recordar un pasado que creía extinto. ¿Se gastará? Sería terrible que permaneciera latente para surgir cuando menos se espera».Al devolverse en el tiempo, se van va uniendo asuntos del pasado con el dolor, el malestar y la preocupación que le producen ciertos fenómenos del presente del comportamiento humano, que tampoco son privativos de este título, sino que aparecen a lo largo de su obra narrativa, como los que comenta seguidamente:

No puedo detener la avalancha de recuerdos que mezclan el pasado y el presente. Reviven los finales del siglo xx, época que se ha salido de rumbo y se tambalea al compás de un tiempo enloquecido, por las heridas infligidas a la naturaleza. El hombre no entiende que corre a su propia destrucción y continúa el camino sin gastar un segundo pensamiento en la tragedia que se avecina. Huracanes, terremotos, destrucción de bosques y aguas, aniquilarán la tierra que nos fue otorgada en toda su plenitud (Pinto 2010, 6-7).

Al mismo tiempo que expresa su preocupación por el cambio climático, se refiere a la violencia en sus múltiples manifestaciones, que campea a sus anchas por el mundo entero y de la que no escapa nuestro país. No hay duda de que es un caos el que reina en las naciones, porque ya nadie se extraña de los asesinatos diarios, las muertes por atropellos en las carreteras, el hambre en las calles. Y el gobierno desperdicia el dinero de las instituciones creadas para auxiliar a los más pobres, con la arrogancia del que tiene un puesto de mando y puede hacer lo que le viene en gana, sin escuchar el clamor de todo un pueblo.

Volviendo a otros recuerdos más del territorio íntimo, surgen como una tromba; aparecen de manera mprevista, en cualquier momento: la mente trabajando por aquí y por allá, sin conexión alguna aparente, sin importar el lugar, la circunstancia, el día y la hora, en una forma, cuasi caótica e incoherente. Así, regresan del pasado las desavenencias entre la pareja, el cambio de aires para ver si la relación era rescatable (creyendo, ilusamente, que cambiando de castillo se cambiaba de fantasmas), el divorcio, la enfermedad real y fingida (como una forma de chantaje emocional), la culpa, la muerte del hijo y el dolor de su partida temprana, herida abierta por siempre hasta la médula, y no atenuada, como da la impresión al llamarla pocos años más tarde «sombra perenne» en Los dones de tu ausencia; un dolor que volverá una y otra vez, porque tiene una raíz diferente: «la raíz de la inconsecuencia»:

El dolor estalla, me enlaza y me retiene sin que pueda escapar. Son muchos los años que ha discurrido por arterias ocultas, no descubiertas ni por la ciencia ni por la intuición; ahora aflora a la superficie y vierte su contenido sobre mi ser desamparado. Intento respirar profundamente para expulsar esta culpa atrapada en el vacío. Creí, no que había desaparecido después de tatos años, sino que por lo menos se hubiera atenuado. Estaba al acecho, esperando un descuido, para saltar con la fiereza de los años ocultos, que lograron romper el dique que los contenía (Pinto 2010, 20).

Remembranzas diversas, apareciendo y desvaneciéndose, en un tejido constante entre el pasado y el presente: un viaje de estudios, el renacer del amor, los inicios en la escritura con Cuentos de la tierra, cara a su corazón. Se refiere a las ilustraciones: «Admiro los grabados que el pintor Amighetti diseñó para el libro» y a su carrera literaria en general: «La escritura se convierte en el norte de mi vida y la creación inaugura un camino donde la pasión puede desarrollarse sin peligros al acecho, como en el amor», de la que reconoce los cambios temáticos y estilísticos. Sin mencionar el título, nos lleva a El lenguaje de la lluvia: «Regresa a mi infancia, el amor a mi padre, aquella etapa tan feliz de mi vida y nace un libro en prosa poética, como él lo merece» (Pinto 2010, 29).

El torbellino de recuerdos traerán de nuevo a los padres, a la familia entera, a los hijos, a los nietos, a los bisnietos. Volverá Amy, la abuela y bisabuela, y el nieto David, el niño con el yeso del cuento homónimo. La finca, con su trapiche, su lechería, los árboles frutales y plantas diversas, espacios donde transcurrió la infancia, que ha quedado dispersa a lo largo de la obra literaria que hemos revisado, vuelven en forma vívida al aquí y el ahora. Mientras el médico examina a la paciente, la intevienen y convalece, la mente (aquella «loca de la casa» de Santa Teresa de Jesús), desenrolla una madeja que la lleva por laberintos, al punto de que se pregunta:

¿En qué lugar de la memoria se guardan los recuerdos? Parece imposible que contengan tanto detalle, tantas cosas insignificantes que han sucedido en una larga vida y que puedan regresar como si hubieran sido ayer, más bien hoy que los estoy viviendo. ¿Por qué no han vuelto durante años, tantos que los creía olvidados y de pronto aparecen intactos? ¿Qué es la memoria? ¿Qué mecanismo posee que desconocemos? ¿Cuándo y debido a qué renace un recuerdo? Digo mal, no renace, está allí, presente siempre, al acecho de un descuido o una necesidad; como ahora que parece necesario que mi vida discurra, en retazos, por todas las avenidas de mi intrincada mente (Pinto 2021, 40-41).

En suma, El laberinto de los recuerdos es una obra nacida de lo que Bajtín (1986) llama «situaciones excepcionales» («premortuorias»), porque la autora-narradora está en un momento crucial de su vida que la lleva a recorrer su pasado. Bajtín se refiere a este ejercicio como un diálogo entre el hombre y su conciencia o «diálogo en el umbral». Patrones de esta conducta están en los diálogos de Platón, sobre todo en «Apología de Sócrates», en la cual este repasa su vida ante los jueces y dice: «Porque una vida sin examen no es vida» y en «Fedón o del alma», en la discusión sobre la inmortalidad del alma. Este sería un acercamiento al texto de Pinto desde otra perspectiva.

Llegamos al final de este mapamundi literario de esta insigne escritora costarricense. No queda más que exhortar a lectores e investigadores a profundizar en la voluminosa y variada obra de Julieta Pinto. Hay abundante material para un extenso estudio a profundidad.

Bibliografía de referencia

Bajtín, Mijail. 1986. Problemas de la poética de Dostoievski. México: Fondo de Cultura Económica.

Bustos Arratia, Myriam. 2008. Nuestros escritores y nuestros libros. Treinta y dos años en la literatura costarricense (1974-2006). San José: Editorial Tecnociencia.

Capra, Fritjof. 1992. El punto crucial. Buenos Aires: Editorial Troquel.

Cubillo Paniagua, Ruth. 2020. Pobreza y desigualdad social en la narrativa costarricense: 1890-1950. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica / Editorial Costa Rica.

Gallegos, Daniel. 1993. El pasado es un extraño país. San José: Editorial Rei Centroamérica.

La Biblia del Siglo de Oro. 2009. Toledo: Sociedad Bíblica de España.

Pinto, Julieta. 1963. Cuentos de la tierra. San José: Ediciones L’Atelier.

Pinto, Julieta. 1967. Si se oyera el silencio. San José: Editorial Costa Rica.

Pinto, Julieta. 1969. La estación que sigue al verano. San José: Lehmann.

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Pinto, Julieta. 1982. Abrir los ojos. San José: Mesén Editores.

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Pinto, Julieta. 1986. La lagartija de la panza color musgo. San José: Ministerio de Cultura Juventud y Deportes.

Pinto, Julieta. 1987. Entre el sol y la neblina. San José: Editorial Costa Rica.

Pinto, Julieta. 1988. Historias de Navidad. San José: Mesén Editores.

Pinto, Julieta. 1991. Tierra de espejismos. San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia.

Pinto, Julieta. 1994. El despertar de Lázaro. San José: Red Editorial Iberoamericana Centroamérica.

Pinto, Julieta. 1996. El pez azul. San José: Mesén Editores.

Pinto, Julieta. 1997. «Maternidad». Suplemento Áncora de La Nación, 10 de agosto, 4.

Pinto, Julieta. 1998. A la vuelta de la esquina. 2ª ed. Heredia: Editorial Universidad Nacional.

Pinto, Julieta. 2000a. El lenguaje de la lluvia. San José : Editorial Costa Rica.

Pinto, Julieta. 2000b. Detrás del espejo. Heredia: Editorial Universidad Nacional.

Pinto, Julieta. 2002. El niño que vivía en dos casas. Heredia: Editorial Universidad Nacional.

Pinto, Julieta. 1982. Abrir los ojos. San José: Mesén Editores.

Pinto, Julieta. 2004. Abrir los ojos. 2ª. ed. Heredia: Editorial Universidad Nacional.

Pinto, Julieta. 2005a. [1979] David. 4ª ed. San José: Editorial Costa Rica.

Pinto, Julieta. 2005b. El eco de los pasos. San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia.

Pinto, Julieta. 2005c. Tata Pinto. San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia.

Pinto, Julieta. 2008. Pizco. San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia.

Pinto, Julieta. 2010. El laberinto de los recuerdos. San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia.

Pinto, Julieta. 2013. Los dones de tu ausencia. s. d.

Platón. 2003. Diálogos. México: Porrúa.

Punset, Eduard. 2010. Viaje al poder de la mente. Barcelona: Ediciones Destino.

Ramírez, Sergio. 2015. «Hermanas de leche». La Nación, 20 de setiembre, 19-a.

1 En su cuento largo Pizco (2008), la autora indica que «el campo no [se] rige [por] el tiempo de los relojes, sino por los cambios de luz sobre las hojas y el movimiento del viento» (Pinto 2008, 8).

2 Este libro de cuentos, la autora se lo dedicó a su hijo Hernán José, quien, a la fecha de la primera publicación del libro, 1963, contaba con diez años de edad. Un valor adicional de esta colección es que cada cuento está ilustrado con un grabado —en pequeño formato— de Francisco Amighetti.

3 Fritjof Capra afirma que «como en la visión integral [del universo], muchas tradiciones ven el nacimiento y la muerte como fases de ciclos infinitos que representan la continua renovación típica de la danza de la vida» (Capra 1963, 354) [destacado de OMM].

4 Bustos utilizó la edición de 1982; yo empleé la reedición de 2004..

5 Utilizo la reedición de 1998 (Heredia: Editorial Universidad Nacional)..

6 La obra se publicó por primera vez en 1979; utilizo en estas páginas la cuarta edición, de 2005.

7 En la ficha bibliográfica de este libro se le clasifica como «cuentos», por un evidente error; en la cubierta de la edición se consigna la leyenda «novela».