Artículo de: Alexánder Sánchez Mora
PERSPECTIVAS PARA EL ESTUDIO
DE LA LITERARIA COLONIAL COSTARRICENSE:
LA ORATORIA SACRA EN LA PROCLAMACIÓN DE FERNANDO VII1
Afirmar que la oportunidad de incorporarme como miembro numerario a la dilecta corporación que es la Academia Costarricense de la Lengua constituye un gran honor, puede resultar un lugar común. Sin embargo, quisiera recordar cómo en la base de los lugares comunes, en su prehistoria retórica, se encuentran los topoi, los grandes temas que atraviesan y constituyen nuestra humanidad. En este caso en específico, la distinción y el agradecimiento. Por ello, lo reitero, es muy honroso para mí ser parte de un espacio académico compuesto por tan reconocidos especialistas en los ámbitos de la lengua y la literatura.
Quisiera aprovechar esta ocasión especial para rendir un particular homenaje a distinguidos académicos del pasado y del presente cuyo trabajo de esclarecimiento del periodo colonial costarricense ha significado una fuente de inspiración y de provecho para mis investigaciones. Me refiero a Ricardo Fernández Guardia, Víctor Manuel Sanabria Martínez, Anastasio Alfaro González, Luis Felipe González Flores, Armando Vargas Araya, Miguel Ángel Quesada Pacheco, Jorge Sáenz Carbonell y Albino Chacón Gutiérrez.
Esta tarde quisiera compartir con ustedes algunas ideas en tono a las perspectivas para el estudio de la literaria colonial costarricense y, a partir de ello, unas breves reflexiones sobre un caso concreto, el de la oratoria sacra en la proclamación de Fernando vii en Cartago, nuestra capital colonial.
«Literatura colonial no podemos ofrecer en un panorama de nuestra patria. Lo que se escribió en Costa Rica por aquel tiempo tiene sólo carácter epistolar y consta en desgarbada prosa administrativa» (Sotela, 1942: 3). Estas palabras del poeta y académico Rogelio Sotela condensaban en 1942 la imagen que ha dominado los estudios literarios costarricenses por más de una centuria. Unos pocos años después, el también académico Abelardo Bonilla apoyaba tal idea: «No existió la poderosa raíz colonial en el nacimiento de nuestra literatura» (1967: 21). Estos asertos parecían confirmar los de historiadores liberales como León Fernández y Francisco Montero Barrantes y luego de los socialdemócratas Rodrigo Facio y Carlos Monge Alfaro, pues los unos imaginarían la colonia como un largo periodo de oscura pobreza del que el país se habría redimido gracias al empuje emprendedor de la oligarquía cafetalera, y los otros como una atípica y casi edénica sociedad de iguales destruida por la voracidad capitalista de esa misma oligarquía cafetalera. Ambas visiones coincidirían en representar los siglos coloniales apenas como una etapa preparatoria para el verdadero nacimiento de Costa Rica, que solo habría tenido lugar, en una especie de big bang republicano, a partir de 1821.
Estos discursos, simplificadores de la variada vida colonial, solo comenzarían a ser superados a partir de los trabajos de Carlos Meléndez, Claudia Quirós, Eugenia Ibarra, Juan Carlos Solórzano y otros que han demostrado que la sociedad costarricense entre los siglos xvi y xix fue de todo menos beatífica y exenta de divisiones y conflictos. Los mitos del igualitarismo, de la pobreza compartida, del enmontañamiento absoluto, fueron desvirtuados merced a la profesionalización de la disciplina histórica que combinó el tradicional trabajo de archivo con las innovaciones teóricas y metodológicas de la historiografía de la segunda mitad del pasado siglo xx.
En tanto los historiadores debatían y reconstruían versiones contrapuestas, ¿qué sucedía en el campo especifico de la historia de la literatura costarricense? Las palabras de Sotela y Bonilla parecieron cimentar el consenso de que el corpus de la literatura colonial era tanto reducido como de escasas pretensiones estéticas. Esto se convirtió pronto en artículo de fe, pues se sustentó en argumentos de una solidez en apariencia pétrea. Desde las décadas de 1980 y 1990, la crítica y la historiografía literarias han experimentado una indudable modernización de la de que son buena muestra obras como La casa paterna, de Flora Ovares y otros, Cien años de literatura costarricense, de Margarita Rojas y Flora Ovares y Uno y los otros, de Álvaro Quesada, que por su rigor y profundidad constituyen nuestros mayores referentes historiográficos. Sin embargo, el punto de partida de estas investigaciones es la segunda mitad del siglo xix, momento en el que, de la mano del reformismo liberal, se impulsó la europeización de la cultura urbana, una decidida expansión de la alfabetización y la aparición de una clase letrada de cuyo seno saldrían los escritores que, con el tiempo, alcanzarían el honor de primeros clásicos de la literatura nacional.
La simple observación de los textos conocidos del periodo colonial parecía confirmar lo evidente. ¿Cómo sostener la existencia de una verdadera tradición lírica, si la recóndita provincia de Costa Rica solo podía presumir las coplas de Domingo Jiménez (1574) como monumento fundacional? Unas coplas a las que, por cierto, Abelardo Bonilla se encargó de endilgarles un juicio demoledor: una «mediocre composición» con «ausencia de vuelo y de profundidad» (1967: 48 y 51), que las relegó al papel menor de curiosidad de anticuario.
El exiguo repertorio de la literatura colonial se completaría con la noticia —porque el texto se perdió— de la loa escrita por el gobernador Diego de la Haya con motivo de los festejos por la proclamación de Luis i en 1725, los versos preservados en una nota sobre la venta de la casa de Miguel Ibarra en 17532, las coplas que Gordiano Paniagua dirigió a una mujer casada en 1802 y que obran como prueba documental en su contra dentro de la causa judicial que se le siguió por sus escarceos de seductor3, el himno «Ave maris stella» (1804) que Rafael Francisco Osejo dedicó a Nuestra Señora de los Ángeles4 y, finalmente, los entremeses que escribiera Joaquín de Oreamuno con motivo de la jura de Fernando vii en 1809. Como figuras señeras de nuestras letras coloniales se menciona a dos sacerdotes, fray Antonio de Liendo y Goicoechea y Florencio del Castillo, quienes hicieron carrera fuera de la provincia, básicamente como oradores sacros y ensayistas. Aunque un cantón josefino fue bautizado con el nombre de uno y la autopista de Cartago con el del otro, sus textos solo han merecido la atención de los historiadores en tanto muestra del ideario ilustrado que marcó la senda del proceso independentista, mas no la de los especialistas en literatura.
La pobreza de este panorama es innegable. La vida literaria de la periférica provincia de Costa Rica dista mucho de la rutilante escena novohispana, que puede ufanarse de contar con textos tan relevantes como las cartas de Hernán Cortés o el Códice florentino de Sahagún y sus colaboradores, y escritores de la talla de Mateo Alemán, Bernardo de Balbuena, Carlos de Sigüenza y Góngora y, sobre todo, de la figura monumental de Sor Juana Inés de la Cruz. Guatemala no marcha a la zaga, pues dentro de su acervo literario puede presumir de la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, de la Recordación florida de Fuentes y Guzmán, de la Rusticatio mexicana de Landívar, de las obras del hondureño Antonio de Paz y Salgado, así como de muchos de los textos de raíz prehispánica, aunque escritos ya en el periodo colonial, de mayor importancia: el Popol Vuh, el Rabinal Achí, el Memorial de Sololá.
Quisiéramos contar con la romántica posibilidad de descubrir en una olvidada biblioteca conventual la relación de un franciscano en misión entre los «indios bravos» de Talamanca o una colección de villancicos, jácaras, endechas, sonetos y redondillas que algún ingenio cartaginés del siglo xvii dedicara al gobernador de turno o a las autoridades reales. La labor de investigación en archivo es, justamente, uno de los grandes pendientes de nuestra área de investigación. Por ello, no es una mera pose el llamado a que los historiadores de la literatura se sumerjan en el Archivo Nacional de Costa Rica, el Archivo Histórico Arquidiocesano, el Archivo General de Centroamérica, el Archivo General de la Nación de México, el Archivo General de Indias, el Archivo Apostólico Vaticano, los archivos de las órdenes religiosas que se conservan aún en Guatemala y México y los que fueron trasladados a sus casas matrices en Europa, y en los repositorios de bibliotecas y universidades americanas y europeas que resguardan una buena cantidad de documentos coloniales centroamericanos aún no estudiados. Esta tarea es indispensable y urgente. El feliz hallazgo de documentos coloniales que podríamos leer como literarios sería una noticia digna de celebrarse a son de cajas de guerra, clarines y tiros de fusiles, como se estilaba en la ciudad de Cartago y sus valles vecinos cuando se recibía una cédula real con una gran nueva procedente de la corte española, pero en sí misma no es suficiente.
Tras el descubrimiento de un documento se abre un nuevo desafío: su trascripción y edición crítica. Aquí salta a la vista una condición de la escuela filológica costarricense: en su desarrollo institucional no ha sido prioritaria la enseñanza de la paleografía y la edición, las disciplinas que permiten esta labor. Los años venideros nos conminarán a promover la inclusión de tales saberes dentro de los planes de estudio, cuando menos como asignaturas optativas o complementarias, de las carreras de Filología y Ciencias del Lenguaje y la Literatura, en nuestras universidades. La adquisición de tales herramientas por parte de investigadores y estudiantes redundará, sin duda alguna, en la profesionalización del campo, aún teñido de una cierta dosis de diletantismo.
Esos eventuales «tropiezos» con textos perdidos —sueño de quienes nos dedicamos al periodo colonial costarricense— si bien no imposibles5, no parecen ser base suficiente para levantar un sólido campo de estudios. La estrategia para ampliar este corpus es otra y pasa, más bien, por la redefinición conceptual del campo. Decía Ferdinand de Saussure que «el punto de vista crea el objeto». Desde esa perspectiva, la literatura colonial no es, por ende, una sumatoria empírica de textos, sino un objeto en tensión, un entramado de discursos que se redefine en función de horizontes de expectativa también cambiantes6. El punto de vista tradicional ha sido enjuiciar el campo literario colonial a partir de los géneros literarios que consolidan su hegemonía en el siglo xix: la narrativa, la lírica y la dramaturgia. Desplazar ese punto de vista significa integrar dentro de lo literario otros textos que incorporan en su proceso de escritura recursos y temáticas propias de la ficción y cuya recepción, además, fue similar a la de los reconocidos convencionalmente como literatura.
La apertura de nuestro corpus se alimenta de diversos géneros discursivos que hasta ahora los historiadores los han tratado como documentos —como fuente de información referencial— y no como textos literarios. Se trata de géneros menores que, a despecho de ese nombre tendencioso, son formas o tipologías discursivas que gozaron durante siglos de la mayor estima entre los lectores. Entre esos posibles géneros hasta ahora invisibilizados están las relaciones de sucesos en su enorme diversidad, la sermonística, la hagiografía, los devocionarios e, incluso, las relaciones de méritos y servicios.
La propuesta no es completamente innovadora en un sentido teórico o metodológico, pues se ha practicado de manera sistemática en España, en México y en otras latitudes, al menos desde la década de 1970. En Costa Rica, Albino Chacón había trazado ya esta senda al advertir, hace veinte años que la cultura literaria del periodo colonial centroamericano mostró muy pronto un claro «carácter intergenérico y transdiscursivo», pues su «naturaleza estrictamente funcional» propició la ficcionalización de la historia (2002: 250-252).
Esta es la ruta de indagación que hemos seguido durante los últimos años, con atención especial al amplio y complejo mundo de las relaciones de fiestas. Los resultados se han plasmado en una veintena de artículos sobre los libros de fiestas reales y eclesiásticas de Guatemala, El Salvador y Nicaragua, y, por último, en un libro que dediqué a la fiesta de proclamación de Luis i en Cartago en 1725. Las relaciones de fiestas son, con toda probabilidad, una de las más largas series textuales con que se dispone para comprender el fenómeno de la escritura literaria de la provincia de Costa Rica, por lo que su indagación promete nuevos hallazgos.
La complejidad discursiva de las relaciones de fiestas
Las relaciones de fiestas se cuentan entre los textos de difusión masiva durante el periodo aurisecular tanto en España como en América. Cumplieron una función similar a la de la actual prensa, pues informaban y perpetuaban la memoria de los acontecimientos. Algunas se imprimieron en pliegos sueltos de pocas hojas en tanto que otras alcanzaron el formato de libro, algunos de gran lujo, aunque la mayoría, como es el caso costarricense, se preservaron en manuscritos. Son textos ocasionales que narran acontecimientos festivos muy variados: hechos destacados en la vida de miembros de la familia real (nacimientos, cumpleaños, bodas, exequias fúnebres y proclamaciones de nuevos monarcas), grandes acontecimientos religiosos (consagración de templos, canonizaciones, recibimiento de obispos, etc.) y funerales de miembros prominentes de la aristocracia y el clero.
Uno de los aspectos más complejos y de mayor interés de las relaciones de fiestas es que en realida son un libro de libros. Tras esta afirmación, tal vez de inspiración barthesiana7, se esconde una constatación: el libro de fiestas es un conglomerado de géneros diversos. Su superficie textual es muy heterogénea, pues en ella se entrecruzan diversas tradiciones discursivas, cada una con su propia intención pragmática, y, además, provenientes de diferentes figuras autoriales. En suma, las relaciones festivas son un verdadero festín de voces. He logrado identificar, cuando menos, seis géneros discursivos entrelazados, pero en algunas relaciones el recuento puede ser mayor. En principio, y su título lo anuncia, son parte del género relatorio, pero en una manifestación particular muy vinculada con el epidíctico. Empero, tal es solo el inicio, porque dentro del libro de fiestas hay abundantes muestras del género lírico, desde epitafios y epigramas, tanto en castellano como en lengua latina, hasta romances y quintillas. El género dramático también se hace presente, pues, aunque no es frecuente, con una gran dosis de suerte, la relación festiva puede transcribir obras del género breve como loas, entremeses, sainetes y hasta géneros parateatrales como danzas y carros triunfales. Los más ricos entre los libros de fiestas incluían grabados, no como agregado decorativo sino como parte de un género icónico lingüístico que gozó de gran aprecio desde el Renacimiento y hasta el siglo xviii: la emblemática. Los emblemas o jeroglíficos presentan una estructura trimembre: un lema, una pictura o grabado y un epigrama explicativo de la misteriosa imagen. Otro género discursivo del que se habla poco, pero que ocupa un puesto central en las relaciones festivas, es el de las autorizaciones y licencias; en teoría, debían ser breves textos de lenguaje administrativo encargados de certificar la ortodoxia religiosa y política del relato, pero en la práctica de los funcionarios civiles y religiosos encargados de su redacción devenían en floridas demostraciones de erudición y destreza retórica.
En algunos libros de fiestas —los más elaborados de exequias fúnebres y proclamaciones reales— es habitual dar con sermones, uno en castellano y otro en latín. A partir del siglo xvi, estas piezas de oratoria sacra fueron el eje de una agresiva campaña postridentina de difusión del cristianismo y constituían espectáculos teatrales, verdaderas performances, en donde el qué se decía era tan relevante como el cómo se decía. Gestos, entonación y proyección de la voz, movimientos de las manos, énfasis y silencios, miradas, saludos a las autoridades, todo contribuía a envolver en un espectáculo, el de la predicación barroca, que apelaba a la vista y al oído del auditorio. Es cierto que por tratarse de espectáculos efímeros hemos perdido la posibilidad de constatar cómo sucedieron las cosas. Tal era la utópica pretensión del historiador positivista Leopold von Ranke: contar los hechos tal y como sucedieron. Sin embargo, gracias a la sobrevivencia de innumerables sermonarios y manuales para predicadores, nos es dado reconstruir, aproximarnos en cierto grado, a las múltiples sensaciones de reverencia, temor, complacencia y, por qué no, aburrimiento o disconformidad, que han de haber provocado estos maestros de la retórica.
Por su impacto colectivo, los sermones son una de las fuentes primordiales para el estudio del Barroco, junto con el teatro, las cartillas y los catecismos (Sáez, 2002: 45). Dámaso Alonso acotaba más la esfera de influencia al sostener que «tal vez de los hechos sociales en que la literatura tiene intervención, los dos más importantes de aquellos siglos son el teatro y la oratoria sagrada» (1968: 96). Con todo y su indudable interés como textos literarios, durante mucho tiempo los sermones se consideraron estrictamente bajo una mirada religiosa y, peor aun, la oratoria barroca fue condenada por la sátira del Padre Isla y las razones ilustradas de Mayans, Juan Andrés y otros. No sería hasta el siglo xx, con los estudios de Emilio Alarcos García, cuando se revalorizaría el estatus literario de la sermonística (Cerezo Soler, 2018: 409). Desde entonces, afortunadamente, los estudios sobre este género no han dejado de expandirse y abarcar más segmentos de su proceso de producción y circulación.
En el ámbito centroamericano, con todo y la preservación de una sustancial cantidad de sermones, no han recibido mayor atención. Apenas si contamos con un primer y meritorio esfuerzo de un historiador que recopiló un listado, inevitablemente parcial, de treinta sermones del reino de Guatemala de entre 1660 y 18218. Las posibilidades de estudio literario de estos textos son amplias y, para nuestra región, son un terreno inexplorado. Por ello, quisiera mostrar un primer acercamiento, necesariamente somero, al íncipit de uno de los pocos sermones costarricenses que conocemos hasta el momento: el que pronunció fray Manuel de Horta con ocasión de los festejos por la proclamación de Fernando vii en la ciudad de Cartago el 15 de enero de 1809.
El advenimiento de Fernando vii: la ruina del imperio
El siglo xix se inició para España bajo los peores augurios. El huracán napoleónico que barrió Europa durante más de tres lustros también se abatió sobre la península ibérica. El emperador de los franceses aprovechó la debilidad de Carlos iv, así como las disensiones familiares causadas por el ambicioso Príncipe de Asturias, para colocarse como gran árbitro en la disputa por la sucesión al trono (La Parra, 2018: 126). La frustrada conspiración de El Escorial y el victorioso motín de Aranjuez arrojaron la abdicación de Carlos iv y la acelerada proclamación del nuevo monarca, Fernando vii. La abyecta comedia palaciega se cerraría con las renuncias de Bayona, por las que ambos Borbones cederían ante las presiones de Napoleón y le entregarían la corona española, quien a la vez la colocaría en manos de su hermano José.
Bonaparte falló en sus cálculos. Los españoles no aceptaron el cambio de casa reinante y se desató la guerra. Se establecieron juntas en las ciudades españolas y, más tarde, en América, todas mancomunadas por el rechazo a la invasión extranjera y por un verdadero fervor hacia la figura del legítimo rey, Fernando vii, el Deseado. Por todo el imperio español se produjo una inédita proliferación de festejos que pretendían demostrar la fidelidad de las instituciones gubernamentales y otros grupos de poder hacia el desgraciado monarca.
El Reino de Guatemala no fue la excepción en esta fiebre celebratoria. Se imprimió un libro sobre los festejos organizados por los comerciantes capitalinos, otro de los estudiantes universitarios, uno de los actos en Tapachula, cabecera de la provincia de Soconusco9, y, finalmente, el libro oficial Guatemala por Fernando Séptimo el día 12 de diciembre de 1808 de Antonio de Juarros y Lacunza. Este último, por su riqueza decorativa, a cargo de los grabadores de la Casa de la Moneda de Guatemala —Casildo España, Pedro Garci-Aguirre, Francisco Cabrera—, y por su compleja estructura o dispositio es el más significativo entre cuantos libros se dedicaron a Fernando vii a lo largo de todo el continente. Estos libros guatemaltecos, en términos generales, ofrecen las convencionales declaraciones de eufórica lealtad hacia el rey y de hermandad de América con España, pero no logran ocultar la zozobra y la creciente incertidumbre ante el futuro inmediato10.
¡Viva el Rey Dn. Fernando 7°!
Costa Rica, la distante provincia periférica, tampoco se sustrajo al extendido ardor monárquico. Su gobernador Tomás de Acosta dispuso, mediante diversos bandos, que la ciudad de Cartago se engalanara para proclamar al nuevo rey durante los días que corrían del 15 al 23 de enero de 1809. El relato de los fastos se preservó gracias a la Relación firmada por Hermenegildo Bonilla, quien escribe un fervoroso alegato en defensa de la dinastía borbónica y al que pocos años después, en 1823, encontraremos formando parte de la Junta Superior Gubernativa de la recién independizada provincia11.
Las fiestas cartaginesas de 1809 siguen, punto por punto, el patrón celebratorio que se había gestado desde el Renacimiento y que se consagró en la Recopilación de las Leyes de Indias de 1680. Durante el Antiguo Régimen, las juras y proclamaciones desempeñaron, al lado de las exequias, el más destacado papel dentro del espectro de los festejos de signo monárquico. Si las honras fúnebres abrían un periodo de duelo ante la pérdida del monarca y representaban una cesura peligrosa para la estabilidad política, la jura escenificaba la exitosa superación el interregno y la legitimación de la continuidad de la línea dinástica. Por ello, en ninguna otra ocasión, las autoridades provinciales se esforzarían tanto por demostrar su lealtad, y la de los súbditos a su cargo, como en la del conflictivo advenimiento de Fernando vii al disputado trono español.
Esta relación cartaginesa reconstruye el común ciclo festivo que combinaba desfiles, ceremonias burocráticas, actos litúrgicos, juegos caballerescos, convites y espectáculos teatrales. Sin embargo, son dos los elementos presentes que la diferencian con claridad de sus antecedentes, dos expresiones literarias que no se documentan en ninguna otra de las relaciones de proclamaciones reales costarricenses desde Carlos ii hasta Fernando vi12. Esos dos elementos distintivos son, por una parte, la transcripción del texto íntegro de los entremeses que se representaron durante los festejos; por otra, la del sermón que predicó el franciscano Manuel de Horta13. La transcripción de estos textos en la relación de Hermenegildo Bonilla es inusitada y la convierte en un monumento literario de una relevancia hasta ahora no suficientemente resaltada. Los entremeses han merecido más atención, pues se trata del único ejemplo del género dramático que se ha preservado de nuestro periodo colonial14. En contraste, el sermón de Horta ha pasado desapercibido, lo cual parece un resultado directo de los prejuicios de larga data en contra de la oratoria sacra.
La palabra sacra: el sermón de Horta
El manuscrito del sermón consta solo de doce folios. Este hecho, al parecer anodino, revela las circunstancias que rodearon su enunciación, tanto oral como escrita. El sermón barroco era un ejercicio de palabra dramatizada, un espectáculo de masas que fusionaba las artes retóricas, el saber teológico y clásico y la destreza del comediante. El templo era un escenario en donde el predicador desplegaba su arsenal de poses, gestos e inflexiones de voz, y los feligreses eran un público conocedor que sabía disfrutar de esa elaborada representación parateatral15. Esta fiesta de la palabra, por lo usual, no era breve; los sermones se extendían por una hora y más; y el sermón escrito, que se disponía para su ulterior publicación, era mucho más extenso, pues en él el autor sacro procuraba ampliar sus argumentos y multiplicar las citas y los ejemplos extraídos de la tradición erudita. El sermón de Horta, por el contrario, es breve al extremo, incluso si se lo considera solo como reproducción fiel de su realización oral. Esta circunstancia anuncia, con bastantes visos de probabilidad, que el limitado ambiente intelectual de la provincia impuso restricciones a la complejidad y extensión de la pieza oratoria. Otros elementos vendrán a confirmar esta primera impresión.
La pieza oratoria se abre con una breve «Advertencia al auditorio»:
Señores: la cátedra del Espíritu Santo es para anunciar la ley de Jesucristo y no es lugar de ofender a nadie. Por tanto: prevengo a todos que cuando digo españoles no quiero decir los que somos europeos, sino todos los que somos vasallos de nuestro amado Rey (Archivo Nacional de Costa Rica, Municipal Cartago 336).
Estas cuarenta y siete palabras son un bien diseñado entramado de precauciones que define a la perfección su circuito comunicativo. En primer lugar, deja asentado el sitio, tanto físico como simbólico, desde donde se enuncia el mensaje: la cátedra del Espíritu Santo, es decir, el púlpito. En la iglesia preconciliar, el ambón era un sitial elevado, por lo general adosado a una columna, al que se accedía por un tramo de escaleras, y dotado de antepecho y tornavoz, diseñado para que el sacerdote proclamara el sermón. Esa posición permitía proyectar la voz y, a la vez, abarcar visualmente a todo el auditorio y ser visto por él.
La plataforma elevada del púlpito se asocia, además, a la simbología de la montaña como sitio de perfección, de comunidad con la esfera espiritual y, por ende, con la divinidad. Existen bastantes probabilidades de que la iglesia parroquial de Cartago contara en 1809 con un púlpito de tales características y que fuese desde allí que el padre Horta predicara.
El sintagma «cátedra del Espíritu Santo», por lo tanto, se aplica al púlpito y, por extensión, a la palabra de Dios que es proclamada por un sacerdote en el templo. En este contexto, resulta difícil no recordar las famosas palabras de Foucault en El orden del discurso: «Uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla…» (1996: 14). Las tres condiciones de la denominada «palabra prohibida» foucaultiana se cumplen aquí: un mensaje tabuizado (la oratoria sacra), el ritual de la circunstancia (la misa que se realiza en el espacio del templo) y el privilegio exclusivo del sujeto emisor (el sacerdote). La sacralización del mensaje, del lugar y de la persona que lo emite determinan su legitimación absoluta y condicionan, por lo tanto, la recepción. Es decir, que ante este mensaje divinizado el auditorio debe responder con absoluta aquiescencia. Esta estrategia retórica se dirige hacia la desarticulación de cualquier manifestación de pensamiento crítico y pretende condicionar la pasividad de los receptores.
El siguiente sintagma de la «Advertencia» explicita una prevención: «cuando digo españoles no quiero decir los que somos europeos, sino todos los que somos vasallos de nuestro amado Rey». La necesidad de efectuar esta aclaración es indicio del clima de tensión existente entre los peninsulares y los criollos americanos. Desde el siglo xviii, con el cambio dinástico provocado por la Guerra de Sucesión, la política de la corona española hacia sus dominios americanos había variado abruptamente. Bajo la casa de Habsburgo, heredera de una larga tradición de gobierno sobre estados multinacionales, los súbditos americanos habían gozado de un régimen de control bastante laxo que había institucionalizado la famosa máxima: «Obedézcase, pero no se cumpla» (González Alonso, 1980)16.
El advenimiento de los Borbones, procedentes de una Francia altamente centralizada, significó un paulatino y decidido incremento de los controles políticos y de la presión fiscal ejercida por la monarquía sobre sus territorios ultramarinos. Las reformas procuraban modernizar la administración, reafirmar la autoridad real, debilitar el creciente poder de los criollos y obtener de las Indias las rentas que el Estado español requería con urgencia (Martínez de Salinas Alonso, 2016: 529-530). La creación del sistema de intendencias, a partir de 1765, encaminada a aumentar la recaudación de impuestos y a supervisar a la población americana, fue una de las medidas que más contribuyeron a atizar el malestar de los criollos17. Nuevas oleadas de inmigrantes españoles acapararon los puestos de la alta administración y establecieron relaciones comerciales monopolísticas con casas mercantiles peninsulares, en lo que sería la culminación de un proceso que es considerado como la segunda conquista de América (Lynch, 2014: 27)18.
La advertencia de Horta adquiere un singular matiz de urgencia a la luz de tales consideraciones. La molestia de los criollos, su sensación de ser postergados en su propia tierra a pesar de su probada lealtad a la corona, constituían un peligro palpable en momentos en los que todo el edificio de la España imperial se tambaleaba ante el desafío napoleónico. Ese mismo año, en Nueva Granada, Camilo Torres escribiría su famoso Memorial de agravios, un llamado al reconocimiento de la igualdad entre los españoles europeos y los españoles americanos. El sentimiento en Torres aún no es antiespañol, pero pronto otros, como fray Servando Teresa de Mier, acudirían a una violenta retórica que animaría las guerras de independencia (Gil Amate, ١٩٩٨: ٢٨).
El sermón cartaginés recalca que el término españoles no solo incluye a los peninsulares, sino «a todos los que somos vasallos de nuestro amado Rey». Esta ampliación semántica permite crear una ilusión de comunidad de intereses a ambos lados del Atlántico, con la que se diluyen las diferencias y se reafirman los vínculos en torno a la piedra angular de la sociedad del Antiguo Régimen: el rey, quien, como persona geminada, condensa en sí el poder de lo humano y de lo divino19. La condición compartida de súbditos, común a españoles y criollos, es invocada como principio y fin último de la convivencia. La exhortación de Horta a la unidad es un síntoma de la clara conciencia del clero, en especial del español, sobre el peligro de que el sentimiento criollista se viese impulsado por la debacle del poder monárquico en España.
Tras la «Advertencia», el sermón continúa con un epígrafe, extraído de la Epístola de San Pablo a los Romanos, que cumple las funciones de todo paratexto: predecir, anunciar el desarrollo posterior de la alocución: Altitudo divitiarum sapientia, et scientia Dei: quam incomprehensibilia sunt judicia ejus et investigabiles via ejus20. Esta cita condensa el núcleo de la prédica de Horta: la invocación de un conocido locus de las Sagradas Escrituras, el de la inescrutabilidad de los designios divinos, tanto en el plano personal como en el de la vida política. Según esta tradición, la geopolítica es, en realidad, una teopolítica. En la concepción judeocristina de la historia, el proceso histórico y la historia de la salvación se fusionan, de modo que Dios se manifiesta en el devenir de los pueblos (Di Stefano, 2003: 205)21. Tal visión data del profetismo veterotestamentario que no concibió la destrucción de Israel por parte de Asiria y Babilonia como una traición de Yavé, sino como el cumplimiento de un designio moral divino (Aldama Pinedo, 2004: 144). La invasión napoleónica, la prisión de la familia real, la debacle institucional y el sentimiento de orfandad que amenazaba a los súbditos de su católica majestad no serían más que manifestaciones de un secreto plan por el que la divinidad sometía a prueba la fe de los creyentes al tiempo que les preparaba un destino grandioso.
El sermón desarrolla la idea de la catástrofe presente como acción salvífica a partir del empleo reiterativo del recurso de la interrogación retórica o erotema. Es una figura retórica de diálogo que permite la formulación de una pregunta sin esperar respuesta, pues esta se encuentra ya contenida en la interrogante o resulta imposible encontrarla. Horta lanza ante su auditorio, una tras otra, hasta seis preguntas que repiten el tópico de la inescrutabilidad de los designios divinos. En cada una de ellas, se sirve de historias entresacadas del Antiguo Testamento para mostrar que los males enviados por el Ser Supremo ocultan recompensas futuras. ¿Quién habría captado que la venta de José por parte de sus hermanos, la condena al fuego de los tres judíos que se negaron a adorar una estatua de oro, las miserias de Job o el paso de Daniel por el foso de los leones serían el preludio de su encumbramiento como premio por su firmeza ante la adversidad?
La conclusión resulta obvia, pero el sermón de Horta opta por un manifiesto didactismo y la explicita: Dios ha hecho posible que «unos espíritus tumultuarios, llenos de soberbia, y ambición» —los franceses y sus cómplices españoles— cometieran tan «horrendos ultrajes y sacrilegios» tan solo con el ánimo de «levantar más y más de punto [en los corazones de los nobles españoles] el amor a la Religión y fidelidad a vuestro Monarca».
Este es solo el inicio del sermón que el padre Horta predicó una soleada mañana de enero de 1809 en la ciudad de Cartago, uno de los pocos ejemplos de oratoria sacra que se preservaron de la provincia de Costa Rica. No obstante su brevedad, esta homilía ofrece múltiples vías de interpretación que deberán ser exploradas con minuciosidad y, sin duda, arrojarán luz sobre este periodo tan poco conocido de nuestra historia literaria. En un estudio futuro me propongo indagar en este texto la sobrevivencia de la retórica sacra barroca y su transformación ante el desafío del racionalismo ilustrado, el proyecto sociopolítico del clero americano en vísperas de las independencias y los mecanismos de apropiación de la escritura hispánica en una región periférica como Costa Rica.
Conclusiones
El istmo centroamericano, en su conformación geológica y biológica, es la frontera entre las dos grandes masas continentales. Tierra que marca un alto a los grupos humanos y a las especies animales y vegetales, pero que también sirve de puente y ruta de intercambio. De igual forma, el antiguo Reino de Guatemala, inserto entre los grandes virreinatos del Norte y del Sur, fue su periferia. La provincia de Costa Rica, a su vez, elevó a la potencia esa marginalidad. Periferia de la periferia. Sus textos, desde luego, comparten y expresan esa condición fronteriza en la que los patrones culturales hegemónicos se comparten, se conocen, pero simultáneamente se transforman. Los códigos de escritura, comunes a todo el mundo hispánico, experimentan cambios cuando se instalan en el clima templado y lluvioso del Valle Central costarricense. No se trata de determinismo biologicista, sino de un proceso de apropiación y transformación cultural por parte de comunidades alejadas de los poderosos centros del poder virreinal.
El sermón de Cartago de 1809 esboza pistas sobre esa apropiación de la literatura peninsular y virreinal. Aunque en él se encuentran los rasgos prototípicos de la sermonística política del periodo, al mismo tiempo se perfilan diferencias —como la simplificación retórica— que lo conectan con piezas de la oratoria sacra de otras regiones marginales en donde se cultivaron sermones de corte popular22. Además, combina ciertas actitudes ilustradas —como las constantes menciones a la razón como guía del accionar en la esfera pública—, con una teatralidad muy barroca. El conjunto de estas condiciones vendría a confirmar que lo que comienza a esbozarse como rasgos definitorios de los textos literarios costarricenses del periodo colonial: la hibridez genérica que se combina y enlaza con el alargamiento y la coexistencia de corrientes estéticas de épocas diversas.
Apenas hemos comenzado a rasgar el velo de siglos que cubre ese gran y profundo universo discursivo del periodo colonial costarricense. Conocerlo en detalle será una tarea de generaciones de historiadores de la literatura. El reto, la aventura, están planteados y prometen ser apasionantes.
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1 Discurso de incorporación leído el 27 de octubre de 2021, en la sede de la Academia, en San José de Costa Rica.
2 Ricardo Blanco Segura, Historia eclesiástica de Costa Rica (San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia,1983), 297.
3 Ricardo Blanco Segura, Entre pícaros y bobos (San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, 1997), 157-168.
4 Según Blanco Segura, el himno en honor a Nuestra Señora de los Ángeles es de inicios del siglo xix (1983: 297), pero Sanabria Martínez, quien transcribe el texto, lo fecha con exactitud en 1804 (1985: 432-433).
5 La demostración de que esos felices descubrimientos existen la constituye la exhumación del manuscrito del Libro Segundo del Cabildo de la ciudad de Santiago de la provincia de Guatemala, perdido durante más de un siglo y hallado en la biblioteca de la Hispanic Society of America por parte de Wendy Kramer, W. George Lovell y Christopher H. Lutz (2014). El texto fue publicado en una cuidada edición crítica (Luján Muñoz y Kramer, 2018).
6 El concepto horizonte de expectativas procede de la estética de la recepción que popularizó Hans R. Jauss a fines de la década de 1960. El horizonte de expectativas es un convenio intersubjetivo, un sistema de normas o codificación que condiciona la experiencia estética de recepción de los textos literarios por parte de una comunidad histórica de lectores. Cada nuevo texto, por lo tanto, no aparece en un «vacío informativo», sino que, muy por el contrario, lanza al lector señales, claras u ocultas, que le suscitan recuerdos de lo ya leído (Jauss, 1976: 170-171).
7 Para Barthes «no hay una sola materia científica que, en un momento dado, no haya sido tratada por la literatura universal: el mundo de la obra literaria es un mundo total en el que todo el saber social (social, psicológico, histórico) ocupa un lugar, de manera que la literatura presenta ante nuestros ojos la misma gran unidad cosmogónica de que gozaron los griegos antiguos, y que nos está negando el estado parcelario de las ciencias de hoy» (1994: 14).
8 Me refiero al trabajo de Christophe Belaubre, «Los sermones en le reino de Guatemala: un objeto para la historia social y política», en Diálogos. Revista electrónica de Historia 17 (2016), 86-126.
9 Estas tres relaciones son: Demostraciones públicas de lealtad y patriotismo que el comercio de la ciudad de Guatemala ha hecho en las actuales circunstancias (1810), Relación de las fiestas y actos literarios con que los estudiantes de la real y Pontificia Universidad de Guatemala han celebrado la proclamación del señor Don Fernando VII, la feliz instalación de la Junta central, y los sucesos gloriosos de las armas españolas en la actual guerra contra Napoleón I (1809) y Relación de las demostraciones de fidelidad, amor, y vasallaje que en la solemne proclamación de nuestro Soberano augusto el Señor D. Fernando VII ha hecho el pueblo de Tapachula, cabecera de la provincia de Soconusco, intendencia de Ciudad Real de Chiapa en el reino de Guatemala (1809).
10 Mínguez (2007) llega a similares conclusiones respecto de las fiestas de proclamación de Fernando vii en Xalapa y Puebla de los Ángeles.
11 El manuscrito de la relación se conserva en el Archivo Nacional de Costa Rica (Municipal Cartago 336). Lo publicó en 1951 la Revista de los Archivos Nacionales, xv (10-12), 311-340.
12 Hasta el momento, además de la de Fernando vii, ha sido posible localizar tan solo tres relaciones de proclamación costarricenses: Carlos ii (ANCR, Cartago 1116 ff. 93-94), Luis I (ANCR, Cartago, 306, Año 1725-1727) y Fernando vi (ANCR, Guatemala, 284, 1747).
13 El franciscano recoleto fray Manuel de Horta nació en 1766 en Figueras, Cataluña. Profesó en 1785 en el Convento de Tortosa. Fue miembro del Colegio de Cristo Crucificado en Guatemala. Se desempeñó como cura de Orosi y misionero en Panamá (1813) (Lobo Oconitrillo, 2016: 63).
14 De ellos existe una edición crítica (Sancho Dobles, 2016). Su autor, Joaquín de Oreamuno y Muñoz de la Trinidad, de quien se cuenta con un completo estudio biográfico (Sáenz Carbonell, 1994).
15 Sobre el tema, vid. Massanet Rodríguez (2019).
16 Tanto durante los reinados de las Austrias mayores (1516-1598) como de los Austrias menores (1598-1700), los virreinatos americanos alcanzaron, si bien no el autogobierno, sí una gran autonomía en la toma de decisiones, que se convirtió en un ejercicio de transacción política entre las autoridades reales, los cabildos, la clase encomendera y mercantil, y el poder eclesiástico secular y regular. Sobre este tema, Serrera, 2011: 221-308.
17 El reinado de Carlos iv había sido un pálido reflejo de los grandes proyectos de su padre, quien había intentado —si bien con desigual fortuna— recuperar algo del pasado esplendor imperial. Las políticas de centralización y modernización administrativa avanzadas por los ministros ilustrados de Carlos iii habían fortalecido el erario público, al precio de sembrar el descontento en las poderosas élites criollas virreinales.
18 En el reino de Guatemala, el navarro Juan Fermín de Aycinena es la figura paradigmática del ascenso de los recién llegados comerciantes peninsulares. Gracias a una red de contactos familiares, así como de alianzas matrimoniales dentro de la élite tradicional guatemalteca, fue escalando hasta convertirse, gracias al cultivo y comercio del añil, en el hombre más rico de la Centroamérica colonial. Su carrera se vio coronada con la obtención del título de Marqués de Aycinena, otorgado por Carlos iv en pago por los servicios cumplidos en el traslado de la ciudad de Santiago de Guatemala a su nuevo asentamiento en el valle de la Ermita (Brown, 1997).
19 El concepto del rey como persona geminada se encuentra en la obra clásica de Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey (2012).
20 «¡Qué profunda es la riqueza, la sabiduría y la ciencia de Dios! ¿Cómo indagar sus decisiones o reconocer sus caminos?». Carta a los Romanos, 11, 33.
21 «El cristianismo heredó bastantes elementos de esta concepción hebrea de la historia: la idea de que la experiencia humana tiene un fin, en el doble sentido de que posee un término temporal y de que conduce hacia una finalidad que le otorga su real sentido; la creencia de que esa «dirección» está relacionada con los comportamientos religiosos y de que Dios se manifiesta en la vida de los pueblos —según designios al menos en parte misteriosos—; la convicción de que existen momentos en que las actitudes de los hombres suscitan diferentes “reacciones” por parte de Dios» (Di Stefano, 2003: 205).
22 Molina Martínez (1983) apunta similares condiciones en la sermonística de la ciudad de Lorca en el siglo xviii.