Samuel Rovinski Gruszco

Discurso de ingreso

LA DRAMATIZACIÓN DE LO INMEDIATO

 

Samuel Rovinski

 

Discurso de ingreso en la Academia Costarricense de la Lengua

(leído en San José de Costa Rica, en 1998)

 

 

Preámbulo

 

La realización del fenómeno teatral corresponde a los tres elementos que lo integran: dramaturgo, grupo escenificador y público. La teoría teatral debe ser la obra de los críticos, especialistas y filósofos que lo estudian a posteriori. Cada uno debe situarse en su campo. Así fue en la antigüedad, continuó de igual manera a través de la historia y se sigue practicando en la actualidad. Pocas veces —y en algunas con mucho acierto— hubo dramaturgos que teorizaron sobre su propio teatro. Pero aquellos que dejaron el teatro más sólido de todos los tiempos nunca escribieron  tratados explicativos. Fueron los filósofos quienes se sirvieron de los misterios y las grandes revelaciones, para sacar conclusiones conceptuales éticas y estéticas. Los grandes mitos que conforman las relaciones individuales y los conflictos sociales como el incesto, el poder, la divinidad, la creación y el significado de la vida y la muerte, no fueron hechos procedentes de la teoría sino vivencias de personajes significados de su acción. Las cuestiones planteadas en las obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Shakespeare siguen vigentes, sin sufrir la erosión del tiempo, porque son universales y constantes del género humano. Por consiguiente, el dramaturgo debe concretarse al hecho mismo de la creación y dejar que otros se encarguen de la teoría. La razón de que, violentando esta sabia máxima, me atreva a formular una teoría sobre un teatro que ha surgido, en gran parte, de mi intuición, es la de orientarme en una región poco conocida que me plantea más preguntas que me da respuestas.

            La sociedad es el teatro cotidiano de lo posible y el teatro su reflejo en un ambiente de libertad. La sociedad hace posible el teatro y éste a la sociedad. Es la libertad provisoria que ofrece la sala de teatro al espectador, lo que da permanencia al fenómeno teatral en la historia. Tal y como lo observó Aristóteles en la Poética, el teatro es el lugar de la expansión ilimitada del pensamiento y de las pasiones, donde el espectador puede aprender las consecuencias del exceso de su acción mientras afirma, al mismo tiempo, su libertad. Precisamente, lo eterno del teatro radica en ese espíritu de libertad que reúne a los espectadores en un acto efímero que muere y resucita constantemente, como imitación del misterio de la vida. Esta consciencia de libertad de reunión en el teatro, para que los espectadores observen  el reflejo crítico de lo cotidiano, obliga al dramaturgo a servirse del testimonio de lo inmediato para recrear, en el tiempo breve de una representación, la experiencia  total del individuo, del grupo y del género humano, fundida en la inmediatez de la realidad y la ilusión, el mito y la historia, el sentimiento y la razón.

            La dramatización de lo inmediato es algo más que la teatralización de la vida. Como el término lo expresa, va más allá de una reproducción de la vida en el escenario y añade al suceso los significados que se derivan de la acción y del pensamiento del personaje, que el espectador debe captar y someter a juicio. Tampoco es un teatro didáctico o panfletario. Utiliza el alejamiento o la participación del espectador, según se quiera de él una posición crítica simultánea o posterior al espectáculo. Los documentos, extraídos de lo cotidiano, son instrumentos de apoyo a un juicio de lo real y no un fin en sí  mismo.

            La dramatización de lo inmediato auspicia un ambiente de creación libre, en el que la participación del director y de los actores, en el manejo del texto, reproduce el acto social de construir la historia, que el juicio favorable del espectador deberá ratificar. Como bien lo dijo Grotowski, innegable seguidor de las enseñanzas de Meyerhold, «el espectáculo no es una sumisión sino una reacción, y es esto lo que se llama crear».  

 

El sentido de lo trágico

 

            Desde el nacimiento de la tragedia, los helenos de la época de Esquilo, Sófocles y Eurípides, y las generaciones posteriores del mundo occidental, hasta nuestros días, dedicaron mucho tiempo al esfuerzo intelectual de comprender la tragedia y encerrarla en un marco conceptual. Platón y Aristóteles fueron los primeros en dedicarse seriamente a racionalizar y sistematizar el extraordinario fenómeno artístico, que había cautivado a los helenos; uno para condenarlo y el otro para exaltarlo. Platón le reprochaba a la tragedia, particularmente a la antigua de Esquilo y Sófocles, que fuera la imitación de una apariencia, porque descendía al orden inferior de lo empírico, cuando el arte debía llegar más allá de la realidad y representar la Idea. Aristóteles, en cambio, tomaba la tragedia como el modelo de la sublime belleza expresiva; con gran lucidez y profundidad, la definió como «la imitación de acciones esforzadas, completas y grandiosas, en lenguaje deleitoso, cada peculiar deleite en su correspondiente parte; imitación de hombres en acción, no simple recitado, y que determine conmiseración y terror y opere la purificación propia de semejantes emociones..». Platón seguía las enseñanzas de su maestro Sócrates y condenaba la tragedia, y al arte en general, porque contrariaba su sistema dialéctico de pensamiento. Aristóteles se situó más adentro del fenómeno, porque encontró la respuesta a la misteriosa atmósfera que se creaba entre espectadores y actores de la tragedia, conmovidos todos por una acción imposible de explicar mientras está sucediendo. La visión optimista de la dialéctica platónica no comulgaba con la terrible presencia de la Moira trágica, del destino ineludible; por esa razón, se inclinaba más por el teatro de Eurípides, en el que el hombre, en todo su poderío y lucidez, podía torcerle el brazo al destino y concluir la acción felizmente. En contraste con Aristóteles, quien precisamente admiraba el fatalismo dionisíaco, contenido por los diques de la concepción apolínea, en un equilibrio formal que imita la acción del individuo sobre la Naturaleza pero que, en el desenlace trágico, permite al espectador expurgar los fantasmas del miedo y elevarse, mediante la catarsis, por encima de la naturaleza de sus instintos.

La Poética de Aristóteles, mal interpretada muchos siglos más tarde por eruditos como el monje Escalígero, sirvió para fijar las normas de la tragedia, que los buenos dramaturgos debían respetar. Entonces, el teatro se convirtió en la caja de resonancia de una métrica poética y unas proporciones estructurales de tiempo, espacio y acción férreamente aprisionadas por las normas del monje italiano. Los trágicos franceses, Corneille y Racine, debían, entonces, encerrar su genio en la escafandra de las sublimes proporciones áureas del pasado griego, supuestamente conocidas y reveladas por Aristóteles y sus desorientados exégetas.

Por su lado, Nietzche sólo logró, con sus ditirambos dionisíacos al drama wagneriano, dejar una cuestionable apología del músico alemán en vez de unas reglas estéticas que, de todas maneras, ningún dramaturgo del siglo xx habría tomado en serio. De su obra El origen de la tragedia, se conservarán  las admirables investigaciones sobre el origen y función del coro en la tragedia y la clara definición de los aspectos dionisíacos y apolíneos que caracterizaron al drama griego. La dramaturgia del siglo xx ha seguido más al espíritu socrático que a la embriaguez dionisíaca wagneriana. Lo único que ha conservado de la fusión de lo dionisíaco y lo apolíneo del drama griego es la atmósfera trágica.

En sus reflexiones sobre el teatro, Pierre-Aimé Touchard, quien había sido hace unas décadas director de la Comedia Francesa, tuvo el acierto de referirse a la esencia del fenómeno teatral de la tragedia como la atmósfera creada por el espectador, más que por la obra, en la que cuentan más las relaciones de los   personajes con el espectador, que los personajes y los actos en sí. Define el teatro como el espejo donde se reconoce el espectador, que será exitoso en la medida que se establezca ese reconocimiento. Como esa relación tiene que ser dada por una mutua adhesión y un compromiso, que sólo puede brotar de la identificación con el personaje, el espectador se sentirá envuelto en el proceso ineludible de las acciones ligadas a un destino fatal; y participará, entonces, en la atmósfera trágica de la escena. 

El planteamiento axiológico de la estética, como norma del fenómeno teatral, encierra el espíritu creador en una jaula y le impide al dramaturgo afirmar su libertad. Y si no le permite ejercer su libertad creadora, menos le permitirá al espectador descubrir de nuevo su libertad mediante una simple purificación aristotélica: la catarsis, con el vestido relumbrante de una métrica alejandrina y un cumplimiento estricto de las reglas de acción unitaria, tiempo delimitado y espacio definido.

Si se pregunta cómo es posible que lo que constriñe la libertad, como el destino, la fatalidad, la Moira, puede ser la liberación del individuo y del grupo, que intervienen en el fenómeno teatral, diré que es la participación del espectador, su entrega total, su transfiguración momentánea en personaje y su posterior distanciamiento crítico, producto de la lección aprendida, lo que completa su individualidad sin perder la conciencia de su ser social.

 

El sentido de lo cómico


El mismo misterio que ha rodeado a la naturaleza del fenómeno de la tragedia en el teatro, ha seguido de cerca la evolución de la comedia, esa otra cara del fenómeno, ese extraño quehacer escénico que, al mismo tiempo nos hace reír y produce malestar. Platón y Aristóteles le dedicaron algunos párrafos filosóficos y, al contrario de lo que sucedió con la tragedia, sus posiciones no fueron tan disímiles. Aunque ambos expresaron términos laudatorios hacia la comedia, hubo cierto distanciamiento despectivo de carácter estético. Platón apreciaba la inteligencia de Aristófanes; en El Banquete le otorgó una destacada posición. El filósofo idealista saboreaba las cualidades sofistas del razonamiento crítico, muchas de ellas de una contundencia demoledora de las costumbres de su tiempo. Por su parte, Aristóteles, menos encomioso, y tal vez para no situar en ningún momento la comedia en el nivel de la tragedia, la definió como «la imitación de hombres de inferior calidad moral, no en toda clase de vicios sino sólo en el dominio de lo risible, que forma parte de lo feo. Pues lo risible es un defecto y una fealdad sin daño ni dolor». Este confinamiento estético, decretado por Aristóteles, fue producto del callejón sin salida en que lo dejaba su propia definición de la cualidad del hecho trágico, que permite al espectador identificarse con un personaje noble y sufrir la catarsis beneficiosa del desenlace; cualidad que, de ninguna manera, podía aceptar en la comedia, puesto que el espectador debía, entonces, identificarse con un personaje común y corriente, las más de las veces vulgar y lleno de vicios. Este proceso dialéctico, que condujo a Aristóteles a conclusiones injustas contra la comedia, posiblemente se debió al prurito arraigado entre los atenienses contra el individuo en escena.

Había comenzado el proceso de educación del público, para forjar el distanciamiento necesario que lleva hacia una posición crítica. Precisamente el acto de rompimiento del círculo mágico del coro, en el espacio de la orquesta, y su integración a la escena como participación directa en la acción —que era la obra de Eurípides— le permitiría a Aristófanes, por una vuelta ontológica, crear el distanciamiento necesario de la mente del espectador para comprender su crítica social. En la tragedia tenía que entregarse con pasión al carácter y vicisitudes del personaje noble y sentirse como él, porque, de otro modo, no se conseguiría la atmósfera trágica. En la comedia, el espectador no es el personaje, no puede identificarse con él ni con sus vicios.

Aunque los grandes trágicos griegos se destacaron igualmente en el campo de la comedia, Aristófanes los rebasó a todos, no tanto por la calidad poética, como porque situó a la comedia en el lugar preciso de lo social, y lo colmó de significados. Aunque su posición fue lo que hoy llamaríamos conservadora y reaccionaria, nos dejó una rica experiencia de desparpajo demoledor y libertad creadora en escena que, todavía hoy, puede ser aplicado a nuestros problemas sociales y servir de ejemplo de cómo puede educar la comedia a los espectadores para formar un espíritu crítico. Tan emparentada queda la comedia con el quehacer cotidiano, con la vida misma y el arte, que debía decirnos mucho también sobre el arte y la vida, como lo hace ver Henri Bergson en las primeras páginas de su tratado sobre la risa.

Bergson sostiene que no hay nada cómico fuera de lo propiamente humano y que «para comprender la risa hay que reintegrarla a su medio natural, que es la sociedad, y determinar su función útil, que es una función social»; o sea, que la risa debe tener una significación social. Nos dice que «la comedia es un juego, un juego que imita a la vida» y que «es cómico todo arreglo de hechos y acontecimientos que, encajados unos en otros, nos den la ilusión de la vida y la sensación clara de un sueño mecánico». Naturalmente, el filósofo francés se refiere al hecho teatral y no a un gesto cualquiera cotidiano que nos hace reír. Pero esa imitación de la vida, que nos produce un ensueño mecánico, debe anclarse en los hechos de la realidad o, de lo contrario, el espectador sentiría que lo están engañando con un juego arbitrario y artificioso. Los actores representan a los personajes no como su caricatura, para provocar la risa, sino como tipos de carne y hueso que podemos identificar.

La magia de la escena permite que el espectador acepte como verosímil, como posible un diálogo que, tal vez, nunca se produjo en la vida real; o que rechace como fantasía un diálogo copiado textualmente de la realidad, dependiendo de los puntos de referencia utilizados y de la lógica del discurso.

Bergson establece una regla muy importante, que la dramatización de lo inmediato utiliza de primera mano. Tiene que ver con la transposición a la escena de la expresión natural. «Se obtendrá —dice— un efecto cómico siempre que transporte a otro tono la expresión natural de una idea». Y cuando se trata de la sátira, que permite una ruptura intensa de la rigidez natural y nos conduce a una liberación, Bergson nos afirma que «la exageración es cómica siempre que se la prolongue y sobre todo cuando es sistemática».

La comedia hace brotar los ocultos significados de la realidad que, comúnmente, somos incapaces de ver, debido a una natural defensa de la conciencia. Si no fuera así y, como lo hizo el dramaturgo, los seres humanos fueran capaces de visualizar esos significados constantemente, en el transcurrir histórico de su entorno, todos serían artistas, todos serían dramaturgos de su propia existencia; pero esa existencia, esa vida cotidiana, se haría insoportable. Todos representamos un papel en la vida cotidiana, que nos ha impuesto la sociedad, y no es sino con peligro de nuestra salud mental que podríamos ponerla en la picota  cada vez que pretendamos revelar sus profundos significados. Tal vez, por esa razón, y por lo efímero del espectáculo, el teatro suplanta el espíritu artístico de corrección de los vicios que prevalecen en la vida cotidiana. «La imaginación poética no puede ser otra cosa que una visión más completa de la realidad», dice Bergson. En el caso de la comedia, esta visión tiene que ser exterior; si ahonda psicológicamente en la motivación de la conducta, corre el peligro de que deje de ser risible y se haga trágica.  «Como el objeto de la risa es una corrección, es muy útil que la corrección alcance al mayor número posible de personas», continúa diciendo Bergson, por lo que «la observación cómica tiende por instinto hacia lo general»; y concluye afirmando que la comedia se encuentra entre el arte y la vida: «No es completamente desinteresada (la comedia) como el arte puro. Con la risa acepta la vida social como un ambiente propio, y hasta sigue uno de sus impulsos. Y, en este punto, vuelve la espalda al arte, que es una ruptura con la sociedad y la vuelta a la sencillez de la Naturaleza».

Para concluir esta parte, quiero valerme de otro pensamiento más de Bergson —verdadero inspirador de estas páginas sobre la comedia— para demostrar que el efecto final de la comedia es la amargura que trae la conciencia crítica de la realidad. En su libro La risa, Bergson afirma que ésta «acusa en lo externo de la vida social las revoluciones superficiales. Chispeante como la espuma del licor. Es alegría. Pero el filósofo, que la recoge para saborearla, encontrará, algunas veces, por una exigua cantidad de materia, una cierta dosis de amargura». La amargura que encuentra Bergson es la que todos debemos encontrar, luego de regocijarnos con la comedia. De esa manera, siempre estaremos atentos al peligro de perder nuestras libertades y podremos combatir todos los intentos de sojuzgarnos mediante la mentira y la manipulación. De nuestra inteligencia depende que logremos vivir en una sociedad mejor y más justa. El dramaturgo propuso un texto, el grupo escenificador lo materializó en acto y los espectadores lo sancionaron como verdad con sus risas y sus aplausos y, lo que sería más deseable, con la formación crítica necesaria para analizar su realidad.

 

Autor, grupo escenificador y público

 

Debí haber reflexionado mejor antes de plantear el tema, para no meterme en la trampa que yo mismo fabriqué. Era más fácil referirse a la participación del dramaturgo en el fenómeno teatral, que darle entrada al autor. El dramaturgo es el hombre de letras que elabora el texto básico de la puesta en escena; así sea un actor, un director, el productor, el electricista, el sonidista, el vestuarista o un escritor profesional, quien aporte el texto escrito se convierte en dramaturgo. En cambio, el autor de la obra resulta una incógnita, si nos ponemos severos en la interpretación de lo que significa autoría en el teatro. Porque, a decir verdad, el texto escrito no es más que la semilla de la obra teatral.

Si el texto no es más que la semilla del hecho teatral, el autor puede ser la suma de los elementos que intervienen en la escena para darle vida al argumento propuesto, convirtiendo en seres de carne y hueso a los personajes de papel e imprimiéndole veracidad al conflicto, cuando aquéllos entran en acción.

Hace sus buenos años me planteé el mismo problema en un ensayo titulado «La obra teatral: ¿creación individual o colectiva?»; llegué a la drástica conclusión de que sólo es autor quien aporta el texto, aunque el fenómeno teatral descanse totalmente en los hombros de los actores. Esa semilla (el texto) fecunda el mecanismo generador del eterno misterio del teatro, de ese instante vivido como real por un grupo humano en el espacio mágico, ilusorio y fugaz de la sala de teatro.

Alargando aun más el efecto, que tendría en el teatro esta concepción, podría repetir el planteamiento que hice al empezar aquel ensayo, preguntando quién es el creador de una obra teatral: ¿el dramaturgo, señor de letras, que representa verbalmente las acciones, los conflictos y las relaciones sociales;  el director, que coloca en el escenario, visual y auditivamente, en movimiento, la acción imaginada y escrita por el dramaturgo; o el actor, que presta su cuerpo, su voz, sus sentimientos y su razón, para representar o vivir —según la técnica de actuación escogida— el personaje diseñado por el dramaturgo o interpretado por el director?; ¿ el público y la crítica, que emiten el juicio valorativo o participan en la obra, se alejan o integran el fénomeno teatral?

Para no complicar inútilmente el tema sino para dejar clara una posición, insisto en identificar al dramaturgo como el autor de la obra teatral, como el prestidigitador que extrae del silencio y las sombras los elementos que configuran el hecho concreto que simula a la realidad y que el grupo escenificador ha hecho vivo con la inteligencia de su interpretación, por intermedio del actor, «cordero pascual del rito, encarnación del mito cuya realización es inalcanzable pero que, por ser inalcanzable, es arte».

Una vez aceptada la delimitación de funciones, puedo referirme, entonces, a las características del autor en la dramatización de lo inmediato. En el quehacer social cotidiano, el dramaturgo desempeña el doble papel de ciudadano y de observador que recrea ese quehacer. El dramaturgo trabaja con los materiales de la realidad inmediata, así se trate del acontecer temporal o de los hechos del pasado; utiliza el acervo cultural de su sociedad y de la civilización en que está inscrita, para darle forma al tema escogido para desarrollar su obra. Este acervo contiene los mitos esenciales de la civilización y la forma de pensar y de actuar de los seres humanos; es decir, la visión cósmica del individuo y de la sociedad de su propio entorno, del significado que da a su existencia y de las metas que pretende alcanzar. Así, el escenario se convierte en el sitio privilegiado donde pueden converger la inmediatez material y los sueños individuales y colectivos. El espacio de la acción teatral es la segunda oportunidad que se le ofrece al ser humano para verse y ver a sus contemporáneos, emocionarse con sus virtudes y corregir sus defectos. El teatro aleja a los espectadores y al grupo escenificador de la indiferencia habitual hacia el acontecer histórico, mediante el planteamiento que hace el dramaturgo de las preguntas implícitas en la conciencia del ser social.

El dramaturgo no puede alejarse del planteamiento de la verdad, por ser ésta la esencia del teatro. El espectador rechazará el embuste, porque viola las reglas del juego. Aunque duela y deje roncha, la verdad teatral le imprime carácter de permanencia a la verdad. Como decía Bernard Shaw: «La verdad contante y sonante no sólo es saludable para el pueblo; es absolutamente indispensable para el progreso de la sociedad que la gente reciba frecuentemente esos choques». 

El uso de materiales surgidos de la inmediatez permite una gran soltura y libertad en el manejo de la estructura teatral; y ésa es su mayor cualidad. El autor no se ve constreñido a moverse dentro de un género o seguir unas reglas prefijadas por una axiología impuesta desde afuera, como tampoco de unas fórmulas entresacadas del resultado exitoso de algunas obras. La imaginación del autor se ve aumentada por la convergencia de lo concreto y lo imaginado; o sea: lo real en toda su extensión y profundidad. Por otro lado, deja de ser el narrador omnisciente y todopoderoso que manipula situaciones y personajes a su antojo. Se transforma en intérprete de signos y en actor participante de su propia realidad, doble condición social que le hará ganar la confianza de los espectadores, que así verán, en su obra, una honrada intención de ser veraz y responder a la espera implícita de la comunidad.

En resumen, el autor que se aventura a dramatizar lo inmediato encuentra un vasto terreno de exploración para sus cualidades imaginativas, paradoja ésta que enriquece la dialéctica de su acción. Además, la libertad de pensamiento y de interpretación de lo inmediato lo aleja de caer en el panfleto y el convencionalismo. Nada de lo conocido le será extraño ni podrá aceptar como bueno ni verdadero lo que en la realidad es ampliamente aceptado, pero que, si se explora debidamente, presenta fisuras que el autor podrá cuestionar, con honestidad e inteligencia. «Arrebatar lo eterno a lo desesperadamente fugaz, es la gran triquiñuela mágica de la existencia humana», según las bellas palabras de Tennessee Williams.

El espacio y el tiempo se dilatan en el quehacer del dramaturgo, a partir de la interpretación sagaz de los hechos fugaces de lo real. De esta manera, el sueño se incorpora a lo concreto y da las verdaderas dimensiones del cuerpo y el alma del ser humano. El autor se convierte en el demiurgo de la historia, en el alquimista de productos de la temporalidad y en el agente de la libertad de expresión y de entendimiento de su sociedad. Al cuestionar las supuestas verdades establecidas y aceptadas por la inercia del conformismo, la pereza y la indiferencia, contribuye a conmocionar los elementos que componen el organismo desgastado del cuerpo social y lo empuja al cambio que lo rejuvenece.       

Ahora bien, si el autor es el demiurgo de la historia, que hace brotar de las sombras el texto escrito que servirá para descifrar los signos de la realidad, es al grupo escenificador a quien corresponde materializarlo en el espacio limitado de una sala y en el tiempo fugaz de una representación. El grupo escenificador pone en acción el juego teatral y todos los mecanismos lícitos para crear la imagen de la realidad. Su papel de intermediario convencional entre el texto del dramaturgo y el público se transforma, en la dramatización de lo inmediato, en colaborador con el acto creativo. Al igual que el autor del texto, el grupo escenificador tiene el doble papel social de artista y ciudadano. Si el dramaturgo es investigador y abogado de un personaje y de su causa, el grupo escenificador no puede ser ajeno ni indiferente a esa causa. De esta manera, en la realización del texto ha de darse una estrecha colaboración entre ambos para desentrañar los significados, darle cohesión a la estructura dramática y darles cuerpo a los personajes en el acto de alquimia que hará veraces los documentos y testimonios que revelan la verdad del hecho dramatizado. Debe existir una hermandad de propósitos al igual que una libertad de opinión que enriquezca y consolide el texto; pero debe evitar la manipulación partidista o ideológica que distorsione malignamente la verdad hasta ponerla al servicio de una visión dogmática de la realidad o para adaptarse a requerimientos mercantilistas. Como la dramatización de lo inmediato se propone ofrecer una segunda oportunidad a la situación concreta de un hecho real, para dilucidar la verdad y exponerla al público, no puede permitirse la injerencia maliciosa de elementos extraños que distorsionen esa verdad. En ese sentido, corresponde al director, en primer lugar, la responsabilidad de conducir al grupo escenificador por el sendero correcto. 

         En la dramatización de lo inmediato, el director debe ser partícipe de la sensibilidad y determinación del grupo de combatir por la verdad que trata de aflorar en la escena. Como el propósito de la dramatización de lo inmediato es que «el espectador tenga constantemente la sensación de descubrir una realidad despojada de los elementos superfluos que no afectan a la evolución de los acontecimientos ni a la conducta de los protagonistas», de manera que «tenga una nueva visión de lo inmediato», el director se ve obligado a analizar igualmente el texto planteado y reforzar, con el aporte de sus ideas y su sensibilidad, la intención del autor. Por supuesto, solamente en el caso de que su concepción de la verdad coincida con la de aquél y esté dispuesto a respaldarla y luchar por ella. Un director reacio al contenido y a la forma de una pieza, perdería su dignidad de hombre libre y conspiraría contra la veracidad planteada por el autor. La adhesión del grupo escenificador al texto original, y la forma libre de discutir su realización, permitirán la buena marcha del proceso y darán la sensación de estar colaborando en un hecho noble, justo y trascendental.

          El director orientará al grupo escenificador en el proceso de armar las piezas que componen la estructura de la obra, escuchando los puntos de vista de los actores sobre los personajes y la situación, sin olvidar la idea central ni la sustancia del tema, configurando la acción escénica de tal manera que no se pierdan los significados que deberán transmitirse a la inteligencia y la emoción de los espectadores. Su inteligencia creativa no deberá sobrepasar las intenciones del autor ni el nivel medio de preparación de los actores, para lograr una realización equilibrada y armónica.

Por lo dicho hasta aquí, podría tenerse la falsa idea de que la dramatización de lo inmediato coloca al grupo escenificador dentro de un marco definido y rígido de normas que le fijarán sus límites. Por el contrario, esa forma de ver el teatro, a partir de los datos de la inmediatez, abre las puertas a la imaginación de los participantes y a las libertades fundamentales de pensamiento, expresión y movimiento, cuando impide que el texto adquiera la autoridad suprema de la creación, al someterse a un proceso de estudio, análisis e interpretación de todo el grupo escenificador. Sin violentar la idea central ni distorsionar el tema, los participantes en el fenómeno teatral pueden aportar sus condiciones creativas para enriquecer la obra y obtener la satisfacción de sentirse coautores.        

Como la dramatización de lo inmediato no exige más realismo que el de la propia escena de la sala teatral, aunque sí una evocación verosímil de situaciones concretas y personajes de carne y hueso, el modelo de actuación sería el de realismo teatral; es decir, un despojamiento de los indicios naturalistas que pretenden anclar al actor en la imitación servil de lo concreto o en una indagación inútil de la psicología de los personajes. La primera debe quedar para los profesionales de las ciencias sociales y la segunda al gabinete del médico. El actor no será más que el intérprete de los signos que definen al personaje, y su acción en la escena deberá recordarnos el conflicto salido de lo concreto. Además, insisto, el actor deberá provocar la sensibilidad del espectador, identificándolo con el personaje de la tragedia y alejándolo críticamente del de la comedia. Para lograrlo, el actor deberá compenetrarse de los problemas individuales y colectivos que se evocan en el drama, dilucidar el conflicto no solamente a través del papel que le corresponde sino también mediante la conciencia crítica del papel de sus compañeros. Todos podemos llegar a ser villanos o santos, dirigentes o subordinados, arrogantes o humildes, apasionados o indiferentes, verdugos o víctimas o evolucionar de un papel a otro. La vida nos ofrece una extensa gama de posibilidades de actuación, y debemos representar bien el papel que nos corresponde desempeñar. La realidad puede ser también una ensoñación teatral cuando nos aferramos a ella para aprehenderla en un instante fugaz. La magia de la actuación escénica consiste en su maravillosa capacidad de repetir, una y otra vez, esa ensoñación para despertar nuestra conciencia y nuestro entendimiento. De ahí la importancia crucial del actor, quien, finalmente, nos hace creer en esa ensoñación.

Los elementos complementarios del grupo escenificador — escenógrafos, iluminadores, sonidistas, vestuaristas, utileros y músicos— deben estar también identificados con la obra, con lo que ella representa y se propone transmitir a los espectadores. En la dramatización de lo inmediato, el papel de estos elementos es muy importante porque deben extraer del entorno real los objetos apenas necesarios para su identificación en la escena y afirmar el papel que desempeñan como puntos de referencia y asideros de lo concreto, o como apoyos de la fantasía. La luz, el sonido, las proyecciones, el vestuario y la utilería, dentro de un espacio escénico «despojado de los elementos superfluos que no afectan a la evolución de los acontecimientos ni a la conducta de los protagonistas», se convierten en puntales de la ambientación necesaria, no solamente del espectáculo sino del énfasis lícito e indispensable para apelar a la participación del espectador. Es la palabra y el gesto del actor los que sitúan al espectador en la acción, sin olvidar que esta acción ocurre en el espacio convencional de la escena, sea única, múltiple o integrada al auditorio; por ello, el grupo de técnicos debe cumplir también con su doble papel de colaborador del fenómeno teatral y de ciudadano responsable de sus deberes sociales.

 El orden de ubicación del público en el fenómeno teatral, como aparece en este ensayo, no se debe a un escalafón particular, como si se tratara de la cenicienta del teatro. Considerarlo así sería una actitud necia y equivocada. El público es quien sanciona el espectáculo que el dramaturgo y el grupo escenificador le han ofrecido, en un acto místico y ritual.  «Por el estudio del público —y de los públicos—, de sus deseos y de sus necesidades, conviene comenzar cuando se quieren precisar las leyes de la creación, de la representación dramática, de su organización en lo social y en lo nacional», ha dicho atinadamente Jean Doat, quien concluye que «un mensaje es válido en la medida que tiene en cuenta a aquel a quien se dirige».  O sea que el proyecto o esquema aportados por el dramaturgo, y la puesta en escena de todo drama, requieren la visión crítica del público para considerarse realizado. Esto no quiere decir que la validez y permanencia de una obra dependen únicamente de la sanción positiva del público. El conjunto de espectadores, que constituye el denominado público, no es una entidad homogénea ni rígida en el transcurrir histórico. El rechazo de un drama puede ser más un acto de prejuicio cultural o de invalidez crítica, que un defecto de la obra. De igual manera, una aceptación inmediata y una crítica favorable pueden ser más productos de una connivencia servil de carácter ideológico, político, religioso o de criterio equivocado —a causa de fallas culturales— que de los méritos de la pieza. Son tantos y de tan variada índole los factores que intervienen en la aprobación o desaprobación de una obra, por parte de los espectadores, que sólo la permanencia en el tiempo y el interés de las sucesivas generaciones de públicos pueden dar al drama la sanción definitiva. Pero esta aseveración, en vez de invalidar la importancia del público la reafirma. Sin público no existe el teatro. Sólo a una mente desequilibrada, como la de Luis de Baviera, se le podía ocurrir un teatro solamente para él. Y, en el otro extremo, rechazar el teatro en una sociedad por malsano, corrupto o diabólico, como sucedió entre los romanos y, luego, en una larga etapa del dominio eclesiástico cristiano, es un error y una abominación. Querer el teatro para sí, como individuo, o rechazarlo como fenómeno cultural, son actitudes suicidas.

La gente acude al teatro por curiosidad y se convierte en público por necesidad y convicción. Para los griegos, era el rito de una comunión cultural; como para los londinenses de la época isabelina fue el entretenimiento formativo y para los españoles del Siglo de Oro una pedagogía, particularmente ética, de súbditos de la monarquía y de la iglesia, para mencionar únicamente los grandes momentos del público de la civilización occidental. A cada teatro le ha correspondido un público, que ha nacido y evolucionado con él. La permanencia histórica de algunos teatros se ha debido al genio de sus autores, a los temas que han abordado, a las particularidades axiológicas de la conducta de los personajes en situaciones de carácter universal, tanto como a la educación tradicional de los públicos para la conservación de una identidad nacional o, como en nuestro caso, de una civilización particular. Sin embargo, la atmósfera teatral, para estas obras de dominio universal, ha cambiado y cambia según el público que las presencia.

El público de la dramatización de lo inmediato debe ser ingenuo, dúctil, dispuesto a sentir y pensar, despejado de prejuicios y coacciones. Es el público que crecerá con el dramaturgo y el grupo escenificador, el que demandará respuestas a sus preocupaciones o nuevas dudas para su reflexión; y postulará, de esa manera, una relación constante y crítica con el autor y su sociedad. El espectador llegará en busca de un entretenimiento, pero no para adormecerse y arrullarse con ensoñaciones falsas que lo consuelen o lo mantengan engañado. El entretenimiento deberá ser tan inteligente y emotivo que propicie en el espectador la cavilación crítica y el despertar de sus mejores sentimientos. Además, provocará su deseo de libertad, de una libertad que, como lo dijo Sartre, lo hará embriagarse con «una embriaguez de comprensión donde entra siempre la alegría de sentirnos responsables de las verdades que descubrimos». Tanto el espectador como todos aquellos que motivaron su presencia en el teatro, «no podrán cambiar la cualidad del movimiento que existe en el mundo, pero podrán modificar la dirección de ese movimiento». La identificación del espectador con una buena causa, despertará su entusiasmo por la libertad; por decir no a lo falso, a lo que oprime, a lo que desorienta. Si, por un lado, como dice Jean Doat, «es en la agresión, en la furia, en el entusiasmo, en la exaltación donde nace el alma colectiva», la dramatización de lo inmediato debe proporcionar a los espectadores el entendimiento, también, del sentido de la libertad, de la búsqueda de la verdad.

Cuando el nivel crítico de los espectadores sea tan elevado que el fenómeno teatral se produzca sin fisuras intelectuales ni emocionales, la crítica orientadora se hará innecesaria, los foros saldrán sobrando y los lucimientos individuales de críticos y cronistas, a costa del espectáculo, serán letra muerta. Entretanto, el crítico teatral sigue siendo un mal necesario, como decía alguien, para aclarar los significados del drama y resaltar las cualidades de la interpretación.

La dramatización de lo inmediato exige el crecimiento simultáneo de la crítica con el público, el dramaturgo y el grupo escenificador, para una óptima realización. El porqué se explica con las consideraciones apuntadas anteriormente sobre el doble papel de creador artístico y ser social. Todos los participantes en el hecho teatral deben ser solidarios con la buena causa que motivó la obra.

La dramatización de lo inmediato les ofrece a los espectadores la oportunidad de revisar su condición individual y colectiva, para mejorarlas cuando están maltrechas y desorientadas, al obligarlos a verificar los documentos que, salidos de su propia realidad, se exponen en el espacio concentrado del escenario y en el tiempo fugaz, pero reiterado, de la representación. Al fin y al cabo, ese teatro es su teatro, su propia expresión, el sitio donde se vuelcan sus sentimientos y sus ideas por intermedio de los actores que los representan.

La dramatización de lo inmediato se dirige a un público específico: a ese conjunto de espectadores que comulga con el autor y el grupo escenificador en el esclarecimiento de la verdad que conduce a la justicia social y que, en ese esfuerzo conjunto, se ennoblece y, al mismo tiempo, engrandece el edificio teatral, elevándolo a la categoría de instrumento de la justicia y del bien social e individual. Sin ese público no puede prosperar ese tipo de teatro y, sin ese tipo de teatro, ese público pierde su medio de expresión. La convergencia de los tres elementos, en las condiciones óptimas señaladas, podrá convertir a la dramatización de lo inmediato en el campo de experimentación de los afanes humanos de libertad y de afirmación de lo verdadero. Tal vez suene desproporcionado; pero el tiempo se encargará de marcar los límites exactos de su influencia. El público o los públicos venideros tendrán la última palabra.

 

© Samuel Rovinski

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