Amalia Chaverri Fonseca

Discurso de ingreso

LA LITERATURA: ENTRAMADO DE FICCCIONES

 

Amalia Chaverri Fonseca

 

Discurso de ingreso en la Academia Costarricense de la Lengua,

(leído el 6 de abril de 2006, en el Centro Cultural de México,

de San José, Costa Rica)

 

 

El arte no era ya un desahogo fácil del alma pletórica 
de ensueño, sino una áspera y severa  búsqueda de la verdad

 Eça de Queiroz

 

Las palabras más simples, más comunes, las de andar por casa y dar a cambio, en lengua

de otro mundo se convierten: basta que, de sol, los ojos del poeta, rasando las iluminen.

 

José Saramago

 

 

Sirvan estos dos epígrafes como puntos de partida para presentarles a ustedes, distinguidos académicos, la siguiente propuesta, como discurso de ingreso a esta Academia Costarricense de la Lengua. Agradezco profundamente el privilegio de designarme como uno más de sus miembros.

Estas consideraciones están marcadas por una pasión hacia el misterio de la literatura, hacia la incógnita de la fidelidad o infidelidad de la ficción y hacia sus discursos aledaños, los metalenguajes teóricos. También subyace una anécdota personal que paso a relatar: hace un tiempo, publiqué en un medio de comunicación un comentario sobre una novela de un autor costarricense, recién publicada. Se me acercó a los pocos días su autor; me agradeció, además del comentario, un pasaje que cité de su novela, pero que en realidad él nunca había escrito: mi inmersión en la ficción narrativa había sido tan profunda que mentalmente inserté en la narración y luego en el comentario, un acontecimiento que yo había presenciado en la ciudad, y que, si bien era un hecho un tanto intrascendente en cuanto no añadía nada significativo al texto, no era ajeno a la lógica y secuencia del relato.

¿Por qué inserté tan coherentemente una realidad dentro de la ficción?; ¿dónde están los límites entre la ficción y la realidad?; ¿cómo se construye la ficción? Pensé que en mi mente, tal y como lo expresa otro autor costarricense, realidad y ficción se habían fundido en un abrazo de amor.

Este constante pensar sobre el misterio de la literatura, me condujo al juego del metalenguaje y me llevó a acuñar el término transmetáfora que hoy les propongo. Se trata de una noción que mencioné por primera vez en mi tesis de Maestría y que entiendo como la forma en que concibo teóricamente el proceso de construcción de la literatura. Como se desprenderá de sus contenidos, esta propuesta es una sinécdoque —una parte del todo— en cuanto yo, sujeto discursivo, soy a la vez producto y (re)productor de ese «todo/metalenguaje crítico». El ordenamiento del engranaje teórico se sostiene en mi interpretación; asumo una gran libertad en su construcción, no exenta de cierto eclecticismo.

Parto, a modo de introducción, de lo que tradicionalmente se ha planteado: el discurso real (o histórico) y el discurso ficcional (o literario) han sido percibidos como incompatibles. Se ha dicho del primero que es comprobable, en tanto su referente es un hecho real; del segundo, que es explicable. Explicable por haber sido construido con material retomado mediante procedimientos propios de la literatura. El consenso social ha percibido el discurso real (entiéndase informativo, histórico, científico) como el verdadero y verificable; el segundo, el ficcional, como una representación fragmentada, incompleta, mutilada y abreviada de la realidad o de la historia; también como una «mentira» maravillosa.

 

Antecedentes

Retrocedo a un momento iniciático; constato cómo el problema de la significación ha sido y es esencial para el sentido de la vida humana en todas las épocas. La preocupación sobre la «verdad» de la ficción y su relación con otros discursos ha estado siempre vigente en la cultura occidental. Desde el siglo vi a.C. en Grecia, en los festivales de Palateneas, se discutía sobre la «veracidad» de las ideas que se expresaban a través de discursos con calidad estética, por las implicaciones que ello pudiera tener con la “verdad” de los contenidos filosóficos. Platón, si bien expulsó a los poetas, no puede escapar a la tentación de exponer un contenido de verdad por medio de un acontecimiento ficticio. No se puede obviar la influencia del movimiento sofista en relación con el tema del dominio de la palabra como arma de persuasión. Dice también Aristóteles que «no es oficio del poeta el contar las cosas como sucedieron, sino como debieran o pudieran haber sucedido, probable o necesariamente; porque el historiador y el poeta no son diferentes por hablar en verso o en prosa (pues se podrían poner en verso las cosas referidas por Herodoto, y no menos sería la verdadera historia en verso que sin verso; sino que la diversidad consiste en que el historiador cuenta las cosas tal como sucedieron, y el poeta, como era natural que sucediesen. Por eso la poesía es más filosófica y doctrinal (exaltación del pensamiento) que la historia» (1970:45).  ¿Cómo entendemos hoy día, y en su forma más simple, esta aseveración? Aristóteles hace un reconocimiento al valor y verdad de la poesía, entiéndase literatura o ficción literaria. Desde entonces aparece la constante preocupación en proponer el deber ser de la ficción dentro de los espacios socioculturales.

 

Aspecto teóricos


Dando un gran salto en el tiempo, Iury M. Lotman, uno de los estudiosos más preclaros de la semiótica literaria, divide el lenguaje en dos niveles. Entiende como lengua natural el lenguaje cotidiano que expresa nuestra visión de mundo; el que utilizamos para comunicarnos y para modelar nuestra realidad; es decir, el que determina la organización social y es aceptado como monosémico; lo define como sistema de modelización primario. Dentro de esta categoría están también los códigos de carreteras y los lenguajes científicos, en cuanto ambos son igualmente monosémicos y modeladores de la realidad. El segundo nivel es el de los lenguajes artísticos y literarios, a los que llama sistemas de modelización secundarios y que se producen a partir de la lengua natural, o sea, del primer sistema modelizador.  Por lo tanto, estos lenguajes literarios son «estructuras de comunicación que se superponen sobre el nivel lingüístico natural» (Lotman, 1970:20). Su condición de secundario, implica que se sirve de la lengua natural como materia prima.  Puede existir el primero sin el segundo, pero no lo contrario. Es en los lenguajes literarios, como sistemas sígnicos, donde se potencializan los anteriores; por lo tanto, estos lenguajes secundarios tienen una mayor densidad semántica y son, a diferencia de los dos primeros, polisémicos y plurisignificativos. ¿Cómo nace la relación entre lo hasta ahora planteado y la noción de transmetáfora

¿Metáfora y transmetáfora mencionada al inicio? Parto de la premisa de que los lenguajes comunes, como modeladores de la realidad, son igualmente metáforas, en cuanto representan y sustituyen la realidad. Acoto que el término metáfora ha sido utilizado con bastante amplitud por muchos pensadores, en diferentes épocas y en distintas disciplinas (psicología, filosofía, medicina, teología, entre otros), para ilustrar relaciones de semejanza o de correspondencia.

Tomo como aval el inicio de filosofía occidental. Para muchos estudiosos, la noción de metáfora se puede rastrear desde Platón, pues la palabra idea y la palabra ver son ya elaboraciones metafóricas, entendidas como la experiencia del hombre que, al salir de la caverna, tiene la visión de la luz del sol, que no es otra cosa que el Bien. Igualmente el término hilético, como equivalente de materia y construcción de la vida, cuya raíz hyle, árboles/madera, remite a material de construcción.

 El polémico Nietzsche, al preguntar si el lenguaje es la expresión adecuada de todas las realidades y si las designaciones y las cosas concuerdan entre sí, plantea la imposibilidad del conocimiento de la verdad por la vía del lenguaje natural pues éste tiene un poder legislativo que proporciona al ser humano sus primeras leyes de verdad. Dice: ;Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas que no corresponden en absoluto a las esencias primitivas» (Nietzsche; 1998:23). Y añade que el lenguaje natural y el acceso a la verdad está conformado por «una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes» (Nietzsche; 1998:25).  Y lo secunda Octavio Paz: «Lenguaje y mito son vastas metáforas de la realidad (…) cada palabra o grupo de palabras es una metáfora…» (Paz; 1983:30). Por cierto, el poeta mexicano utiliza esta noción en La llama doble, para referirse al amor y el erotismo diciendo de éste que es la metáfora de la sexualidad y del amor que es la metáfora del erotismo.

Con base en lo anterior, acuño el término transmetáfora para referirme a la construcción del lenguaje literario/ficcional, pues su concreción lleva a una doble metaforización: la primera, la de la lengua natural, primera metáfora modeladora de la realidad y material con el que trabaja; la segunda, la del lenguaje literario, construido a partir del anterior, y conocido, en términos de Lotman, como sistema modelizador secundario. En términos gráficos, podemos decir que sobre una plataforma horizontal —lengua natural— se construye un entramado de mediaciones que lleva a otra plataforma: la del lenguaje literario.

Amplío al respecto» el lenguaje natural (primario) es ya una red de metáforas, y sobre el se construye otra red, también de metáforas: el lenguaje artístico. Como metáfora significa translado, tras/paso de sentido, la  transmetáfora (transito de citas, textos, interdiscursos) es un juego a la segunda potencia: transportar lo ya transportado, un nuevo sentido del sentido.

 

La convencionalidad


Propuesta la noción de transmetáfora, la vía para seguir adelante en su explicación es tener claro que el gran código englobante de esta propuesta es el carácter convencional de la literatura. Cuando el escritor emite un signo o una palabra dentro del sistema literario, su mensaje debe plasmarse en concordancia con él. Así, nos enfrentamos y aceptamos las reglas de un nuevo código: el contrato de lectura que subyace entre escritor/lector, pues no se lee literatura como se lee un discurso histórico, un periódico o un libro de cocina. Además, muy importante, en este código se suprimen las prohibiciones que privan para otros textos; ello es esencial para la libertad del texto literario.

 

Noción de texto


¿Qué implica la noción de texto? Su etimología remite al latín textilis y textum; en español ´tejido´. Si el texto es un tejido, un pre-texto implica poner un tejido por delante y un con-texto no es otra cosa que un tejido común. El texto/tejido (lengua natural) se definirá entonces, en su forma más general, como un entramado de enunciados verbales aceptados como monosémicos que cumplen una función comunicativa dentro de un tejido común, cual es, el contexto situacional, institucional, histórico: el derecho, la iglesia, la enseñanza, entre otros. Pero el texto literario -la transmetáfora- es algo más que un tejido monosémico, su especificidad es la polisemia.

Permítanme otra digresión para citar la forma en que aparece la noción de texto en El Quijote, mucho antes de que aparecieran estas teorías del texto. En un coloquio entre el canónigo y el cura sobre la importancia de los libros, dice el primero: «Y siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere a la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos hilos tejida, que después de acabada tal perfección y hermosura muestre, que consigue el fin mayor que se pretende para los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho:  (2004: I, 492).

Como sistema, el texto literario puede ponerse en relación, pero no identificarse, con el sistema lingüístico (estudio científico de la lengua) pues la noción de texto busca un más allá de la frase; un salirse de lo estrictamente denotativo para llegar, a partir de un trabajo de interpretación, a su connotación total. La magia y misterio del tejido se aclaran al descodificar su entrelazado de mediaciones. Perdido en ese tejido —este entramado— el sujeto se deshace en él como una araña que se disuelve en las secreciones constructivas de su tela. En otras palabras, se disuelve en el entramado por donde transitan las metáforas.

 

Relación con el lector


El símil de la araña me sirve para dar el paso siguiente, cual es la imbricación escritor/lector. Al no haber entre ellos una relación in praescencia, el poder y efecto de la literatura se da en la lectura: el lector es otra araña que igualmente queda atrapada en el texto/tejido. El lector descifra y recodifica lo leído.  Dice Norman Holland, estudioso de la estética de la recepción que «el lector viene a responder  moral, artística, social e intelectualmente en un proceso de transformación de la fantasía inconsciente del texto. Así, el significado literario de un texto es un acto de placer, donde se hace transitar el contenido de un nivel inconsciente a un nivel consciente» (Citado por Jofre; 1990:43). Llamo la atención sobre la utilización de la noción de tránsito.

En la imbricación escritor/lector está la razón de ser de literatura pues el texto viene a re-construirse (re-tejerse) gracias a la actualización que sucede en el proceso de lectura. Y en esa actualización aflora, consciente o inconscientemente emitida, la riqueza de la polisemia, tanto la que emana del escritor como la que decodifica el lector, y que puede no dar los mismos resultados.

 

Las mediaciones


Lo medular para avalar la noción de transmetáfora, y hacia ello me dirijo, es conocer los elementos que entran en relación en el tránsito de discursos -entramado textual- que da la densidad y polisemia al texto literario.

La subjetividad. La gran sombrilla a la que están supeditadas todas las mediaciones definitorias en la construcción del lenguaje literario es, sin duda, la subjetividad. A partir del principio de interacción (Schaff), entiendo la subjetividad como lo que el sujeto, producto y productor de cultura, introduce en el proceso de escritura y que debe ser captado tanto en su condicionamiento biológico, como en su condicionamiento social y en su sistema de valores (vid. Schaff; 1974:337). En el caso de la creación artística en general y del texto ficcional en particular, esa subjetividad se beneficiará gracias a la libertad del discurso literario, el cual tiene libre acceso a formas de mediación negadas a otros textos. Como vivimos insertos en el lenguaje, son dos las formas de mediación que participan en la construcción del entramado. Se deslindan por razones operativas.

La interdiscursividad: es la mediación de la conciencia individual, sus discursos múltiples, la dialéctica inherente a ellos. Podríamos decir que es el teje y maneje de la conciencia (nótese la noción de tejido y de tránsito en ese decir popular); es la visión de mundo y los sentimientos del yo.

La intertextualidad: esta noción, ligada a la anterior, se refiere a la mediación de un material preconcebido y premodelizado; un texto siempre está escrito sobre otro texto; es decir, no hay texto sin intertexto. La intertextualidad no se reduce evidentemente a un problema de fuentes o de influencias. El intertexto es un campo de fórmulas anónimas, de citas inconscientes o automáticas, cuyo origen algunas veces no puede ser identificado.  En el texto literario la intertextualidad se construye y se potencializa; siempre es densa, en ocasiones difícil de descubrir, puede ser inconsciente; y en la posmodernidad, asumida conscientemente por el escritor. De cualquier manera que se vea, su presencia es la riqueza del texto y su decodificación el placer de leer.

Estas mediaciones textuales no pasan en forma automática al texto. Algo las moviliza, las redistribuye, las anima; ese algo no es otra cosa que la imaginación, esa facultad de utilizar la representación y la memoria para realizarse, y que implica la combinación y la síntesis de ideas propias y ajenas en aras de la construcción de un nuevo conocimiento. La imaginación, como fuerza constructora -no como fantasía- es una facultad central en estrecha relación con  la función cognoscitiva, no sólo para el funcionamiento de los conceptos de la razón especulativa y la razón práctica, sino para la construcción de los lenguajes artísticos.

Algunos pensadores británicos actuales afirman que el incremento de la capacidad de imaginar que tuvieron los lectores de la época de las novelas de caballería, producida por la lectura masiva de esas novelas, hizo posible el advenimiento del concepto de nación como forma de convivencia compartida. Lo sustentan en que la mente de los lectores anteriores a Cervantes estaba poblada de fantasías, producto de la imaginación desbordada de esos novelistas que los hacía imaginar mundos diferentes al cotidiano. Si bien Cervantes trae a tierra lo anterior, la capacidad imaginativa ya estaba despierta, y la utilizó en beneficio de la opción de fundir todas las clases sociales y grupos étnicos de la región (sevillanos, extremeños, vizcaínos, así como mercaderes, guardias, arrieros, curas, frailes, ladrones) dentro de un contexto “realista” de caminos polvorientos, molinos de viento y ciudades concretas. Con este argumento (despliegue y reelaboración de situaciones imaginarias), plantean que el Quijote es la novela a la luz de la cual se escribieron las primeras novelas modernas. Subyace en la argumentación que el acercamiento a la fantasía dio nacimiento a una visión amplia de la realidad, a un encuentro con otras realidades, visiones de mundo y  multiplicidad de voces- polifonía- propios de la novela.

En síntesis, imaginación se convierte en el vector que “desata” la libertad, propicia la densidad y hace aflorar la capacidad plurisignificativa del texto literario. Habiendo llegando da a este punto, propongo lo siguiente:

He ofrecido una propuesta teórica sobre lo que caracteriza a un texto literario, y la he sintetizado en el término transmetáfora para, con esta noción, destacar la idea central de la presente reflexión: un texto literario se construye a partir del tránsito de discursos -también entramado de mediaciones- tejidos por la subjetividad y capacidad imaginativa del escritor. La construcción/deconstrucción, codificación/descodificación, interpretación, descubrimiento del espesor, gozo de la polisemia y todo lo que ofrezca un texto literario está sujeto también al acervo cultural y a las mediaciones discursivas del lector.

 

Problematización


Sin embargo, el camino recorrido me enfrenta a una situación paradójica: por un lado, he definido la literatura como un lenguaje secundario y ficcional, ergo, lenguaje «mentiroso»; por otro lado, aparecen otros discursos teóricos que, aceptando implícitamente lo anterior, definen la literatura como una «forma de conocimiento».

A Aristóteles, en la antigüedad, y a Kundera, en el presente, los une un denominador común muy claro: el rango de verdad de la literatura. Dice Aristóteles en su  Poética: «Por eso la poesía es más filosófica y doctrinal (aceptación de pensamiento) que la historia». Kundera apunta: «La novela no examina la realidad sino la existencia. Y la existencia no es lo que ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz» (1988:45-46), que amplíoa diciendo que ;no se puede juzgar el espíritu de un siglo exclusivamente por sus ideas, sus conceptos teóricos, sin tomar en consideración el arte y particularmente la novela» (1988:149).

Lotman coincide con todo lo anterior al sostener que el texto artístico es «la verdad de la vida misma, manifestada mediante un lenguaje de reglas convencionales»; y  con más entusiasmo apunta:  «Al poseer la capacidad de concentrar una enorme información en la 'superficie' de un pequeño texto, el texto artístico posee otra peculiaridad: ofrece a diferentes lectores distinta información, a cada uno a la medida de su capacidad; ofrece igualmente al lector un lenguaje que le permite asimilar una nueva porción de datos en una segunda lectura. Se comporta como un organismo vivo que se encuentra en relación con el lector y que enseña a éste» (Lotman, 1970:36).

Octavio Paz en su citado libro  La llama doble, refiriéndose al amor cortés en la ficción poética, plantea que si bien los poemas cumplían una función social, «era evidente que los sentimientos e ideas que aparecen en poemas, correspondían a lo que pensaban, sentían y vivían los señores, las damas y los clérigos de las cortes feudales» (1993:89). Me pregunto ¿dónde está entonces la ficción? Dijo en su momento Roberto Murillo: «Extrañamente la realidad ha de ser captada a través de la ficción. El filtro de la ficción debe entenderse como acercamiento a la verdad», y  añade: «El hombre de letras no hace más que representar a sabiendas y con un poco de gracia el papel reservado al hombre en el gran teatro del mundo» (vid. Murillo,  1995)

La literatura pues, enseña, es doctrinal (produce pensamiento), da cuenta del espíritu de una época, produce deleite estético, guarda información, es un acercamiento a la verdad y es un documento histórico.

¿Estamos ante una aporía; ante un camino sin salida?; ¿cómo es que la verdad o el conocimiento son producto de una «mentira»?

 

Hacia una posible (in)conclusión…


Por la histórica relación entre filosofía y literatura, inicio mis rodeos hacia la búsqueda de alguna respuesta apropiándome y dejándome permear por el criterio de algunos filósofos costarricenses interesados en la relación literatura/filosofía.  Además, merecen mención especial los planteamientos de Richard Rorty, filósofo de la teoría literaria.

En la República de Platón no había espacio para los poetas. Es claro que fueron expulsados por proponer su «verdad» pues el arte no sabía plenamente lo que decía, solo valía la «verdad» filosófica. Sin embargo, algún poder tenían pues se recomienda echarlos de la República, no sin antes haberlos colmado de honores (vid. Salas, 2003:180). Por otra parte, La República termina con una fábula; el Poema de Parménides es pieza fundamental de la metafísica; el Mahabarata es un vasto poema épico que está en la base de la tradición filosófica de la India y  el texto filosófico chino Tao te-king tiene una calidad estética y poética que lo califica como literario. Ejemplos como estos conducen a la pregunta sobre qué hay de filosofía en la literatura y de literatura en la filosofía. ¿Acaso ambas, filosofía y literatura buscan la verdad? ¿Acaso la inventan? ¿Son estas disciplinas contrarias, complementarias o excluyentes?

Para muchos, las fronteras —espacios de encuentro y transgresión— entre filosofía y literatura no están totalmente definidas. Ambas son, siguiendo la propuesta de Rafael Ángel Herra, ficciones, construcciones del lenguaje, discursos y productoras de pensamiento; ambas posibilitan el goce estético, imaginando más y mejores alternativas de conducta y de convivencia; ambas defienden un interés ético más que cognitivo; ambas pretenden una moral: la filosofía dice cómo se debe construir el mundo, la literatura hace la propuesta por medio de un ente ficcional  (vid. Herra, 2006).

¿Dónde está el desencuentro? La filosofía pretende expresar verdades y en su búsqueda se apega al lenguaje monosémico; la literatura busca la verosimilitud, de ahí, y de la libertad del escritor, que su lenguaje sea polisémico; el rasgo definitorio de la filosofía es la argumentación más que el estilo; por el contrario, la literariedad (en términos del estructuralismo) es condición sine qua non de la literatura.

Más allá de encuentros y desencuentros, Richard Rorty, filósofo de la teoría literaria, asume una posición, posiblemente desequilibrada para algunos, pero significativa para nuestros fines. Según él, es un espejismo creer que sólo en la filosofía se expresa la esencia de la humanidad. Insta a que, al lado de la razón científica —Descartes, Bacon, Galileo, Newton— hay que conocer la fuerza paralela e inseparable de la tradición de Cervantes, Shakespeare, Rabelais. Para Rorty, «la narrativa de la humanidad —su registro literario— constituye igualmente un catálogo de las épocas del mundo humano, de sus ilusiones y tribulaciones, logros y reveses, y quizá más importante aún, sus personalidades y moralidades» (citado por Alba de la Vega; 2003:37).

Por eso, no se deben buscar verdades absolutas (un intento de la filosofía, según su criterio), sino recrear (re-crear) una realidad nueva. Para ello, el género por excelencia es la literatura. La cultura literaria es más evolucionada, más ilustrada y tiene más capacidad expresiva que cualquier otra que hayamos conocido hasta ahora. Ilustrada porque en ella cada lector experimenta y conoce sobre las más diversas alternativas, ampliando la posibilidad de una elección lúcida y autónoma. Si bien acepta que ambas disciplinas “caminan” hacia la ética, cree que llega mejor a ella un modelo literario (vid. Alba de la Vega, 2003:31). Alba de la Vega asume esta propuesta de Rorty cuando dice que «lo mejor para la filosofía es que, siguiendo más bien el ejemplo de la literatura, no se normalice como una ciencia, de modo que por alcanzar una formalidad sólida –norma- pierda toda posible fuerza renovadora» (2003:53).

Así, planteo que la literatura, por su libertad, por no pretender el estatuto de ciencia, por dejarse llevar por la imaginación, por efecto de la independencia en el tránsito de metáforas, goza de una mayor amplitud y libertad para expresarse. Cuantas menos ataduras tenga, más posibilidades tendrá de abrir mundos y mostrar nuevos horizontes.  Para ilustrar esto traigo a colación la diferencia de pensamiento entre Sartre y Rorty sobre el deber ser de la literatura. Recordemos al primero cuando dijo «¿Qué puede hacer La naúsea frente a un niño hambriento?» Y, oigamos a Rorty: “¿Qué le importa la verdad del universo a un niño que muere de inanición, es decir, por causa de la injusticia no del universo sino únicamente de sus congéneres? Nada, como nada le importa al novelista quien prefiere contar esa infelicidad antes que improvisar un tratado de economía científica que pueda explicar con números reales y ecuaciones diferenciales la certeza de su hambre. Como si esa certeza necesitara fundamentación alguna» (vid. Alba de la Vega, 2003:57).


Hacia la paradoja de un cierre abierto


Transité por un camino teórico; oí, luego, muchas voces; finalmente desemboqué en la relación, diálogo, encuentros y desencuentros entre literatura y filosofía, entre verdad literaria y verdad filosófica. Inserta en esta maraña, recreando un tejido de supuestas verdades, confirmo que el siglo xx puso fin a las verdades absolutas, dejándonos, en última instancia, la opción y la posibilidad de una reelaboración de la realidad, tanto por la vía de la ciencia como por la de la literatura. Porque, si la construcción de la realidad, a partir del lenguaje, es un sistema de metáforas, toda ella, así como la existencia y el devenir, nos obliga a aceptar que vivimos mediatizados por ficciones, jugando con ilusiones de verdad. Es una opción necesaria; de otra manera,¿cómo se podría vivir?

Aún consciente de que las verdades están siempre en tránsito y antes de cortar la hebra de este texto/tejido, no puedo dar la puntada final sin una reflexión y una propuesta sobre las posibilidades de la literatura, recordando a Cervantes cuando dice de la literatura que «tire lo más que fuere a la verdad» y parafraseando y asumiendo el pensar de Jorge Volpi cuando dice que la ausencia de una verdad absoluta, de un punto de vista unívoco, no significó, pues ello iría a contrapelo de la historia, el impedimento de un acercamiento a ella (vid. Volpi, 2002:25).

El producto literario, el objeto simbólico, es la punta de un iceberg que sale a la superficie sostenida por un inmenso entramado de metáforas en tránsito. En la parte oculta del iceberg está el escritor, cuyo compromiso esencial es con la palabra y con la imaginación. Sin embargo, en su libertad de hacer transitar metáforas, es “imperativo” que su subjetividad y capacidad imaginativa estén al servicio de un compromiso con su propia moral, indefectiblemente inserta en los valores del consenso social por el que se transita en el momento de la escritura. En palabras de Harold Bloom, su deber es el de un «moralista imaginativo» (2002:205).

Consideremos al respecto la propuesta filosófica de Herra: «Los deberes más profundos del escritor con su cultura, con la democracia, con la sociedad y con la naturaleza se origina en que tanto su persona como su obra dan lugar a una ética especial, la ética no-predicativa» (vid. Herra, 1995), entendiendo como tal la moral que corre paralela a la de los códigos de ética normativos (mandamientos, juicios y leyes) y que implica la construcción de un modelo que oriente las acciones de una sociedad con respecto a los valores de la época, por medio de una estimulación al goce de la imitación  (vid. Herra, 1995).

En estrecha vinculación con lo anterior es claro que la fuerza de las ficciones propicia no únicamente la existencia de un héroe o de un héroe problemático, sino que por medio de su conciencia crítica, un desenmascaramiento y cuestionamiento de la realidad, una mostración de las inequidades de la vida y de las pasiones humanas; un explorar, en sus mínimos detalles, las relaciones entre la sociedad y el individuo. Y me pregunto desde el presente ¿Será casual que, años después de Platón, muchos novelistas y poetas hayan tenido que crear su obra en el exilio? ¿Sería porque, siguiendo a Eça de Queiroz, «el arte es una severa búsqueda de la verdad»?. Parece innegable constatar que la literatura es «peligrosa», antiinstitucional y contestataria y que muestra mejor que otros discursos alguna forma de acercamiento a una verdad. Por eso es imperativo no coartar su libertad: ello implicaría perder toda su fuerza.

Para Edmundo Paz Soldán, el desafío de la literatura consiste en «buscar en la confusa velocidad de nuestro tiempos, el punto ciego donde las palabras y la imaginación nos ayudan a atrapar la duda que cuenta, la interrogante que sirve, la leve certeza que nos ayuda a andar por algunos días» (2002:61). La pugna para que, a partir de un «más allá de la frase» y del descubrimiento de su connotación final, la función social de la literatura sea reconocida, la ha hecho más sólida y razón suficiente para seguir creciendo.

Hago manifiesto, estimados colegas de la Academia, el goce intelectual de haber tran(s)citado por todos estos textos. La literatura ha sido, a lo largo de mi vida profesional, uno de mis mayores intereses. En el campo intelectual, una pasión. Conscientemente, la he relacionado con la filosofía, la madre por excelencia de todas las disciplinas, no para buscar su supremacía, sino por el contrario, por medio de esa rivalidad fraterna, afianzar mi convicción de su incidencia en el goce individual, su repercusión en el desarrollo de las ideas, su complementariedad con otras disciplinas, su importancia en la construcción de las identidades culturales y su alcance en la historia de la humanidad.

Cierro con las mismas palabras de José Saramago en el epígrafe: «Las palabras más simples, más comunes, las de andar por casa y dar a cambio, en lengua de otro mundo se convierten: basta que, de sol, los ojos del poeta, rasando las iluminen».

 

© Amalia Chaverri Fonseca

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